Nadie puede comenzar una negociación sin una idea clara de cuáles son sus “líneas rojas”, o sea, esos límites que son irrenunciables, esos puntos de ruptura que impiden un acuerdo, esas cuestiones sobre las cuales un compromiso resulta inaceptable.
Cuando esas líneas rojas conducen a una ruptura de las conversaciones, no hay espacio ni motivos para la autocrítica o la auto-culpa.
El propósito de un punto de ruptura es ser precisamente eso: hacer explícitas esas cuestiones que resultarían en un daño inaceptable si se alcanzara un compromiso sobre ellas.
Demarcar esas líneas que son innegociables es fundamental, pero identificarlas cuidadosa y estratégicamente lo es aún más. Está bien, y a veces es necesario, rechazar un acuerdo y abandonar la mesa de negociaciones, a pesar de las consecuencias de un acto así. El pensar las cosas cuidadosamente de antemano asegura que sólo se haga porque las consecuencias de aceptar el acuerdo son todavía más graves. Un negociador experto siempre tiene presente estas dos consecuencias, para evitar una línea roja definida equivocadamente que en lugar de proteger, genere un daño más grave.
En nuestras negociaciones con los palestinos, el propósito de nuestras líneas rojas es asegurarnos que la retirada de Judea y de Samaria y la formación de un Estado palestino no socaven nuestras preocupaciones legítimas en cuanto a nuestra seguridad o a nuestra identidad como estado judío. Voy a dejar el debate sobre la necesidad y la naturaleza de la desmilitarización de Palestina, el tener una presencia en el valle del Jordán, la demarcación exacta de la frontera y otros asuntos similares, a otros que son mucho más entendidos que yo. Nuestros expertos en defensa y seguridad no se ponen de acuerdo sobre los detalles, pero la mayor parte de Israel está unida en contra de un acuerdo que no reconozca ni intente abordar estos problemas de seguridad. De hecho, creo que desde hace mucho tiempo una parte significativa de la popularidad del Primer Ministro Netanyahu se basa precisamente en el hecho de que la gran mayoría de los israelíes de todo el espectro político confían en sus instintos y su compromiso de definir y preservar adecuadamente nuestras líneas rojas que tienen que ver con la seguridad.
Quiero focalizar mi análisis en otras líneas rojas, en aquellas destinadas a proteger y preservar la identidad de Israel como un Estado judío. Hay muchas cuestiones subyacentes a estas líneas rojas, desde la necesidad de poner fin a la ocupación hasta garantizar el equilibrio demográfico necesario para nuestro carácter judío y democrático y nuestra presencia en Jerusalem. A lo largo de los últimos años, una nueva cuestión ha surgido como demanda fundamental, y se ha convertido en un punto de ruptura durante el mandato del Primer Ministro Netanyahu: el reconocimiento de Israel como un Estado judío por parte de la Autoridad Palestina.
Hoy sabemos que el liderazgo palestino ha rechazado esta demanda, causando el fracaso de las actuales negociaciones. En sí mismo, si consideramos que este requisito es algo fundamental para nuestro futuro, el hecho de que sea la causa de una ruptura no debería molestarnos; quizá entristecernos, pero no causar nuestro enojo, porque no tenemos ningún interés en aceptar un acuerdo en estas condiciones, independientemente de sus consecuencias. El objetivo de las negociaciones no es lograr la rendición de Israel, sino promover sus intereses más profundos.
Mi problema no es con la articulación de líneas rojas destinadas a garantizar la viabilidad futura y la vitalidad de Israel como un Estado judío, sino más bien con la articulación particular de esta línea roja: que los palestinos reconozcan formalmente la identidad de Israel como un Estado judío. Para nosotros es crítico ser meticulosos en la definición de nuestras líneas rojas y no estancarnos en retórica, slogans o condiciones contraproducentes.
Si mediante el reconocimiento de la identidad de Israel como Estado judío, nuestro objetivo es garantizar que los palestinos acepten que la consecuencia de la paz es que el Estado palestino de ahora en adelante será la única patria de la nación palestina, en tanto que Israel es la patria de los israelíes, con una mayoría que es miembro de la nación judía y una minoría que es palestina, la importancia de esta línea roja es crítica no puede estar sujeta a un compromiso. Sin embargo, en ese caso debería ser formulada como tal, y no bajo su formulación actual de "Estado judío".
Un tratado de paz no tiene sentido si, luego de llegar a un acuerdo, los palestinos siguen pensando que sus aspiraciones nacionales pueden cumplirse fuera del estado palestino, y más concretamente, en Israel. La cuestión central, la línea roja, y el punto de ruptura para los israelíes es que los palestinos renuncien a su reivindicación del derecho de retorno a la tierra que conforma el Estado de Israel. Los palestinos no necesitan renunciar a su narrativa de la historia de este derecho, al igual que los israelíes no necesitamos renunciar a nuestra narrativa relacionada con el derecho del pueblo judío a la antigua Tierra de Israel. Ninguno de nosotros tenemos por qué renunciar a nuestros derechos, sino más bien a nuestra demanda de concreción de esos derechos. Este es el significado básico de un tratado de paz, el reconocimiento de las fronteras de cada uno y la renuncia a la reivindicación sobre las tierras del otro.
El uso de la terminología "Estado judío" para expresar lo anterior es confuso, de poca ayuda y perjudicial para los intereses fundamentales y legítimos de Israel. La demanda autoevidente de renunciar a las reivindicaciones, aspiraciones de la realización y la expresión nacional en las tierras del otro socio en la paz, es una parte central de nuestras preocupaciones legítimas de seguridad. Sin ella estaremos inmersos en un estado permanente de conflicto e inestabilidad. El problema de articularla en términos de un reconocimiento de Israel como Estado judío, es que esta formulación sitúa la cuestión dentro del contexto de los problemas de la identidad judía de Israel, un tema en el que nosotros, los miembros de la nación judía debemos continuar trabajando, pero en el que no necesitamos ni esperamos que participe gente ajena, aunque sean nuestros socios en la paz.
A pesar de que no me importaría que la Autoridad Palestina decidiera reconocer el carácter judío de Israel y el derecho histórico del pueblo judío a tener su patria aquí en Israel, este reconocimiento no tiene ninguna consecuencia para mí, y no es, ni mucho menos, una línea roja. Si en realidad estuvieran dispuestos a reconocerlo como tal, yo estaría muy interesado en participar en un profundo diálogo con ellos en cuanto a su comprensión de la condición judía de Israel, una comprensión que hasta ahora ha eludido a la mayoría de los israelíes.
Cuando este problema de seguridad se formula en términos de Estado judío, no sólo estamos confundiendo el problema, sino perjudicando, en mi opinión, los intereses y las necesidades de Israel. En una negociación, y en la arena política, sólo somos tan fuertes como nuestro mejor argumento, y los argumentos más débiles nos perjudican. La vanguardia de nuestra campaña debe estar en el deseo palestino de realizar su derecho al retorno y, al hacerlo, derrotar a Israel en una guerra sin derramamiento de sangre, y no en una categoría vaga de la definición de Estado judío.
De acuerdo con nuestra Declaración de Independencia, el significado de "judío" en el Estado judío se refiere a la identidad de la nación para quienes el Estado de Israel es su expresión legítima de soberanía. El paralelo al Estado judío en este sentido es el Estado irlandés, el Estado francés, el Estado palestino, y no un Estado cristiano o un Estado musulmán. Israel es un Estado judío no en el sentido de que en su ámbito el judaísmo es soberano, sino que es donde los judíos son mayoría y, consecuentemente, soberanos, protegiéndose al mismo tiempo los derechos inalienables de las minorías nacionales y religiosas, como corresponde en una democracia.
Si bien esta fue la intención de los fundadores del país y es un significado compartido por muchos israelíes, no se comprende plenamente y mucho menos se acepta por otros muchos israelíes. Para ellos, un Estado judío es donde el judaísmo debe determinar gran parte del tejido legal y cultural del país. Es judío, no porque sea la patria de los judíos, sino porque es la patria del judaísmo. Esta última postura socava profundamente los compromisos democráticos de Israel, y nuestra capacidad para superarla es uno de los principales desafíos que enfrentaremos en los próximos diez años.
Si nosotros mismos todavía tenemos que resolver el significado del término, ¿cómo podemos pretender que los palestinos estén de acuerdo con él? Porque al hacerlo, ¿no están aceptando la primacía del judaísmo en Israel, y por ende, destinando a los palestinos israelíes a ser ciudadanos de segunda clase en una teocracia judía? Esta interpretación, aunque yo la rechazo y posiblemente el Primer Ministro Netanyahu también, es una interpretación valedera y todavía un debate sin resolver.
Cuando el derecho palestino al retorno se combate a través del término Estado judío, estamos, por un lado, alejando la discusión de la cuestión central y por el otro, dando a los palestinos las herramientas para rechazar nuestras legítimas preocupaciones.
Es posible que la paz sea inalcanzable en nuestro tiempo. Ambas partes tenemos que renunciar a algunas de nuestras reivindicaciones para permitir la viabilidad, seguridad y prosperidad de la otra. El objetivo de las negociaciones y de las líneas rojas es que cada parte pueda poner a prueba la sinceridad de la otra en lo que tiene que ver con esta cuestión. No es someter a la otra para que acepte una terminología o slogans que no tienen nada que ver con nuestra capacidad de poder vivir unos junto a otros en paz.
Traducción: Daniel Rosenthal