En el período posguerra, una generación de críticos, inspirados por Lionel Trilling, sintetizaron en una sola palabra la diferencia que existe entre el arte superior y el arte popular: "complejidad". La "literatura", escribía Triling, "es la actividad humana que recoge la descripción más completa y más precisa de la variedad, la posibilidad, la complejidad y la dificultad". Henry James, Austen, Coleridge, y Shakespeare ("El rey Lear" fue la cúspide de las cualidades de Trilling), para no mencionar los modernistas que van de Proust a Kafka, de Woolf a Celine: sus libros son santuarios de infinita perspectiva y no aceptan los desenlaces, son santuarios de lo correcto y de lo equivocado que se trituran juntos y se disuelven.
Luego de los interminables y alborotados comentarios sobre Dylan Farrow y Woody Allen, y sobre los comentarios de los comentarios, uno podría ser perdonado por sentir que el arte literario, como lo definió Trilling, haya sido desplazado en gran parte por la vida (o, por lo menos, por las imágenes de la vida que incesantemente producen los medios de comunicación todopoderosos) como el dominio en el que nos perdemos en un problema moral.
Ni bien uno está convencido de que Farrow dice la verdad que uno se ve persuadido por Allen, sólo para volver a Farrow, luego a Allen y nuevamente a Farrow, y así sucesivamente. El supuesto abuso es atroz (no hay nada "artístico" sobre ello) pero los argumentos de cada parte están impregnados de la clase de giros y vueltas ricos, indeterminados, si es que lo llegan a ser, emocionales, psicológicos e intelectuales que trata de delinear la literatura. No menos que si uno estuviera leyendo la magnífica fuga de perspectivas de Ford Madox Ford, "El buen soldado", uno trata de sopesar los argumentos de Farrow y de Allen, de sus defensores, y de la multitud que comenta, aplicando todo lo que uno sabe sobre el hecho de ser humano a la historia.
Estas no son solamente "las noticias". Esta es una parte de la realidad que es tan densa que trasciende al arte en cuanto a aclarar lo nebulosa que es la realidad. (Pero luego, las noticias dejaron de informar sobre la realidad y hace años comenzaron a constituir una nueva capa de realidad). Hoy en día, las convenciones del arte parecen ser singulares y ordenadas. Zadie Smith, tomando prestada la frase del novelista David Shields, escribió sobre su "novela-náusea", una impaciencia con ingenio literario. Comparten su frustración novelistas que van de Tim Parks hasta Naipaul, Roth, y Munro, habiendo dejado de escribir ficción totalmente estos últimos tres. (Podría ser la razón por la cual son tan conocidas las novelas autobiográficas de Karl Ove Knausgaard, las cuales se leen como transcripciones directas de la realidad. "Solo con pensar en ficción", escribe, "solo con pensar en un personaje inventado en una trama inventada me hizo sentir náuseas").
A la cultura le tomó un tiempo llevar el arte hasta este punto de agotamiento. No mucho tiempo después de la generación de Trilling, el arte popular comenzó a adquirir el rico impasto de la perspectiva que una vez fue el campo del arte superior, a la vez que el arte superior comenzó a cansarse de su propia "complejidad". Mientras la Guerra de Vietnam ponía las piedades y la autoridad oficial en duda a gran escala, cineastas como Sam Peckinpah y Martin Scorsese infundieron complejidad literaria al sencillo sistema moral de las películas de Hollywood. Novelistas como John Barth, Robert Coover, y Thomas Pynchon volcaron la gravedad de Trilling ("Gravity´s Rainbow") con parodias de complejidad. La variedad, la dificultad y otros se embarcaban en su larga marcha saliendo del exclusivo ámbito del arte al escenario público.
En retrospectiva, hasta la celebración del relativismo moral que hicieron los post-estructuralistas de los años noventa fue, a pesar de su calidad de aula enclaustrada, un desarrollo que recogió la complejidad a partir de las manos privilegiadas de la literatura y la acercó a la vida cotidiana. En el post-estructuralismo, la persona que habla o que actúa, el "sujeto", era inmediatamente sospechoso, meramente un producto inconsciente y de poco confiar de las fuerzas sociales, psicológicas, culturales y lingüísticas que están más allá de su control. Era al lector o al espectador al que le correspondía atravesar la ilusión de integridad del sujeto para acceder a las fuerzas que la estaban manipulando. ¿Le resulta conocido? Cientos de miles de personas, a menudo en series interminables de comentarios, tratan de "deconstruir" a Farrow y a Allen con el objetivo de dar con el quid de la cuestión precisamente en la manera en la que el uno u el otro es manipulado por un tercer individuo o por sus propios motivos ocultos. Ahora, todos somos post-estructuralistas.
Perdonen el intento por querer hacer un esquema histórico diminuto, pero todas las perspectivas divididas que hay en la historia de Farrow y Allen hacen que uno llegue a la mayor perspectiva posible, como el agua que va en aumento y que va desapareciendo y como los escombros precipitados que buscan tierras más altas. Sin duda que ha habido acontecimiento públicos que transcienden la simple comprensión: se me ocurre el asesinato de Kennedy así como también el escándalo de Lewinsky. Sin embargo, en retrospectiva, su complejidad no es moral. Quienquiera que haya matado a Kennedy es malo, y punto. Y, si no hubiera sido por la violenta y parcial política, los desafíos morales planteados por Clinton y Lewinsky habrían sido algo común y corriente. Ha habido pocos acontecimientos en la vida pública estadounidense, si es que los hubo, que igualen la densidad étnica de las recientes polémicas públicas. Esto "apenas" se debe al hecho de que la vida se ha vuelto más complicada a nivel ético. Más bien, las fronteras de lo público y de lo privado que van cayéndose, una vieja moral que cada vez se ve más enlodada por las nuevas leyes y por la nueva tecnología y la supremacía de una prensa que no tiene límites, han convertido los enigmas morales que nunca sucedieron, o que tocaron la vida de algunas personales solamente, en el pan de cada día de millones de personas.
Esto no quiere decir que todos nuestros acontecimientos públicos irresolubles sigan el mismo patrón. Se podría realizar una taxonomía de sucesos irresolublemente complejos en los cuales, por la vida de nosotros, no podemos alcanzar la comodidad y la certeza de atribuir la sencilla culpa. Están aquellos acontecimientos en los cuales se afirma que se ha hecho algo que está inequívocamente mal, pero no podemos saber lo que sucedió realmente: Farrow y Allen. Luego están aquellos en los cuales sabemos que sucedió algo pero que no podemos determinar si estuvo mal: Edward Snowden. Finalmente (aunque hay un sinfín de subcategorías), hay situaciones en las cuales sabemos que sucedió algo que está inequívocamente mal, y que sabemos quién lo hizo, pero, debido a que en estas situaciones la ley parece ser muy débil, hasta perversa, nosotros (la sociedad), no sabemos si culpar al responsable del crimen, si culpar a la víctima, o al sistema jurídico: George Zimmerman y Trayvon Martin, el reciente tiroteo por los mensajes de texto en el cine de Florida.
La confusión que crean estos crecientes enigmas diarios es tan incomprensible que es difícil decir si es buena o mala en sí esta tendencia de ser incapaz de tener una moral que sea conclusiva. Por un lado, ahora somos capaces de hablar de las lesiones y de los abusos que antes habían sido ocultados. Hace veinte años, los adultos que, cuando niños, hubieran sido víctimas de abuso sexual por parte de los sacerdotes católicos, o que hubieran sido las jóvenes víctimas de Jerry Sandusky, no se habrían presentado, por temor a ser acusados de mendacidad o de padecer una enfermedad mental. Por otro lado, puede ser que nuestra concienzuda disección de los detalles lleve a que nos perdamos el ardiente bosque por algunos árboles que arden sin llama. A medida que trabajamos sobre nuestros enigmas públicos, el país no parece estar volviéndose más equitativo o más justo para las personas que quedan atrás. Quizás, en cierto nivel, y ante los problemas sociales que son fundamentalmente simples casos de total injusticia, nos resulten gratificantes estas turbias situaciones éticas, como si nos ofrecieran una excusa (¡la existencia humana es demasiado complicada!) para que no tratemos de realizar cambios significativos en nuestra vida pública. O capaz que nuestros intentos por llegar a la verdad de un embrollo, como el que involucra a Farrow y a Allen, reflejen una frustrada aspiración por recuperar algún tipo de verdad compartida y colectiva, y punto.
Sin embargo, nuestras cuestiones irresolubles crearon por lo menos una clara tendencia. Como reacción a la falta de nitidez y a la confusión, algunas personas recurren a la certeza ideológica o al animus personal para estabilizarse. Para cada persona que se mueve de aquí para allá entre Dylan Farrow y Allen, hay otros que, juzgando a partir de los coléricos comentarios, parecen haberse decidido incluso antes que Farrow publicara su carta abierta en el Times. Mia es una prostituta, Allen es un depravado adicto sexual, Dylan es un monstruoso mentiroso, etcétera. Existe una reacción violenta de certeza fanática y de malévola proyección personal.
A principios de los años noventa, la obra "Oleanna" de David Mamet, en la cual una estudiante acusa a un profesor universitario de cometer acoso sexual, provocó que el público estallara en competencias de gritos, durante el intervalo. En cuanto a lo de Farrow y Allen, no hubo una respuesta clara a la pregunta de lo que sucedió realmente entre profesor y estudiante. Casi un cuarto de siglo después, la irresoluble complejidad se encuentra al otro lado del escenario. Las noticias instantáneas de lo que sucedió, o de lo que pudo haber llegado a suceder, se ha vuelto nuestro arte, y, como el coro de la antigua tragedia griega, todos somos parte del ascendente clamor.
Lee Siegel es el autor de, entre otros libros, dos colecciones de crítica, "Falling Upwards: Essays in Defense of the Imagination" and "Not Remotely Controlled: Notes on Television". Contribuye con frecuencia a Page-Turner.
Fuente: The New Yorker
Traducción: Rodrigo Varscher