Creación y lenguaje

Walter Benjamin en una de sus lectura sobre Kafka relata una leyenda talmúdica en la que un rabino responde al por qué del banquete de la noche de shabat. La leyenda cuenta sobre una princesa abatida en el exilio, en donde se hallaba lejos de su gente y en un poblado cuya lengua no comprendía. Un día, recibe una carta por la que se entera que su prometido no la había olvidado y que viajaba rumbo a su encuentro. El prometido, según cuenta el rabino, es el Mesías; la princesa, el alma; el poblado de la lengua extraña y del destierro, el cuerpo. Y como la princesa no puede manifestar de otra manera su alegría al poblado, que no entiende su lengua, le prepara un banquete para celebrarlo.

Este banquete de shabat, en el que celebramos su llegada luego de las oraciones, es –sin embargo– un festejo doble. Una celebración que hace a nuestra presencia como criaturas creadas por Dios, y en el sentido de hombres como criaturas del lenguaje que nos nombra. Este benquete recibe el tiempo mesiánico al que nos abrimos a través del shabat al mismo tiempo que agasajamos al poblado, al lenguaje de los hombres que es ajeno al alma; en donde el alma –la princesa– y su amado –el Mesías– aguardan por su encuentro.
Pero para Benjamin, quien lee en el relato talmúdico la metáfora del mundo kafkiano, aquel poblado al pie del Castillo, es la metáfora de vida del hombre contemporáneo en relación con su cuerpo: un cuerpo que le huye, que es su propio enemigo, que le es ajeno. Lectura que se asemeja a la de Gershom Scholem cuando dice que la “nada”, hendidura abierta en todo “ente”, es la experiencia del hombre actual que está relflejada en Kafka: una experiencia vaciada de Dios, una “nada de Dios”.

A pesar de ello, el relato talmúdico conserva y resguarda otra lectura. Porque debemos correr la mirada de la relación entre el alma y el cuerpo, porque aquel poblado es el tiempo histórico en donde el lenguaje de los hombres existe, sin entender al alma, en el que se preserva el lenguaje divino del Edén perdido. En donde celebramos, a través de un banquete, la posibilidad de existencia a través del lenguaje. Y por eso, el banquete de la princesa, la experiencia mesiánica aprehendida a través del shabat, nos permite celebrar –también– la vida profana que aguarda al Reino.
Recordemos el pasaje de la Torá (Génesis 2:3, 7, 19-20) cuando dice que: Bendijo Dios el séptimo día y lo declaró sagrado, pues ese día Dios cesó de toda Su obra que efectuara para hacer. (…) El Señor, Dios, formó al hombre del polvo del suelo e insufló en sus narices el aliento de la vida, entonces el hombre se transformó en un ser viviente. (…) El Señor, Dios, formó de la tierra todo animal silvestre y todo ser volador del cielo y los presentó al hombre para ver cómo los llamaría. El nombre que Adam le dio a cada criatura viviente, ése es su nombre (para siempre). El hombre asignó nombres a todos los animales, a las aves de los cielos y a todas las bestias del campo…

La palabra nominadora es dada al hombre y desde allí construye el lenguaje. El poder de nombrar descansa en la herencia de Dios al hombre. Así como Dios descansa el séptimo día consagrando el shabat, el hombre comienza su tarea una vez a-parecido en el mundo. Shabat, celebración que nos remite al tiempo mesiánico, y la palabra del hombra que nomina su existencia, están unidas. Y por ello el banquete no sólo está consagrado a la llegada del Mesías, sino también a la palabra del poblado, la palabra del hombre, que permite la existencia en el tiempo histórico.
Dios crea y ordena la existencia sobre la tierra, los nombra y de esta forma trae su creación hacia nosotros. Todo tiempo inmemorial que se conserva entre el gesto y el rostro es el tiempo divino en el que Dios creó, en el que Su obra se “efectuara para ser”. Pero el tiempo en el Edén es el tiempo de la existencia creada. Un tiempo inexpresable para el hombre. Es allí donde el hombre nombra frente a Dios. Una vez que Dios realiza Su obra y consagra el shabat, el hombre nomina a aquello que se le presenta ante él. A lo ya existente. Dios no puede dar nombre a las cosas del hombre sino a través de éste. Es por ello que cada palabra conserva la reminiscencia de un tiempo inmemorial, el tiempo edénico. O, en palabras de Benjamin, es mímesis de aquel tiempo en donde se inaugura el lenguaje. Dios presenta frente a Adán todo animal para ser nombrado. Dios es el hálito que resta de la existencia, el «aura» de vida que reposa entre el rostro y el gesto.

Sholem escribió alguna vez que: “El lenguaje original del hombre en el paraíso tenía todavía ese carácter sacro, (…), estaba inmediatamente vinculado, sin alteración, con el ser de las cosas que pretendía expresar. En aquel lenguaje sonaba todavía el eco del divino.” Eco de un tiempo inmemorial, inefable, que conservamos como destello, como borrosidad.

Benjamin dijo que lo decisivo es el instante de nacimiento, en el primer “abrir y cerrar de ojos” que percibimos como un «chispazo». Un efecto de luz que nos invita a la existencia que inaugura el «aura» al que remite el rostro frente a la mirada que se hace vida. Es en ese «chispazo» en donde se manifiesta la palabra revelada, la huella que Dios a dejado en cada uno de nosotros, como imagen y semejanza.
La palabra revelada, «chispazo» en el que nos damos a la vida, siempre es originaria. Y ésta nos retorna a la huella inmemorial del nacimiento, del decir de Dios. Es aquella palabra que nunca se silencia. Es por ello que el lenguaje de los hombres es una mímesis de la palabra revelada, como palabra profana que inaugura la existencia.

Si la poesía es el momento que ingresamos la mirada en el espacio para hacernos de un instante de tiempo, el “chizpazo” benjaminiano, abrir y cerrar de ojos del recién nacido, también nos permite, como en el shabat esperando a la shejiná –divina presencia– o como la princesa agasajando al lenguaje del hombre por la llegada del Mesías, ecplipsarnos con un destello, hacernos del lenguaje y la palabra, y con él, aprehendernos de la creación, en cuya huella se manifiesta la Revelación.

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