En su conferencia "Palabras sobre poesía" de 1927, Paul Valéry vincula la "emoción poética" con la "sensación de universo" y el universo de los sueños, y dice: "el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, (...), en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general.
Entonces esos objetos y esos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran (...) musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños" (1998: 137).
Podríamos sugerir, retomando las palabras del poeta francés, que este sentido maravillosamente imposible de los sueños, es también de la palabra poética: hacer cercano –amables, humanos– los universos incognoscibles, el mundo-naturaleza, los rostros del hombre, los nombres de Dios, lo inefable. Más aún, es ésta la experiencia de tránsito por lo inefable; la sensación de reconocer un universo en las cosas que siempre hemos tenido frente a nosotros, pero diferente: un "como si...", que renueva en el lenguaje cada cosa, una con otra, como si... las relacionara extrayéndolas del mundo cotidiano para reconducirlas al universo de una experiencia distinta: experiencia poética.
Es la percepción del mundo como si... fuese otro mundo, pero sin dejar de ser el mismo. Desgajando las capas que lo conforman. Esto, podríamos decir, es la experiencia también de lo divino, de lo inefable en el lenguaje. Extraemos los seres, las cosas, los acontecimientos, los actos, de su tiempo ordinario y de su espacio tradicional para mirarlos y percibirlos desde otra dimensión. Es allí en donde estamos sintiendo y mirando el mundo y el hombre desde otra espacialidad: el acontecimiento inefable es aquel que sólo puede reconocerse recapitulando las dimensiones tradicionales del espacio/tiempo y ubicándonos en el centro de la experiencia reveladora de la creación y la revelación; sabiéndose parte viva del vínculo entre Dios, el mundo-naturaleza y el hombre.
Entonces, ¿hay una relación entre la experiencia poética, los sueños y lo inefable, o sea –en palabras del propio Valéry: "el seno mismo de las tinieblas en las cuales se funden y se confunden lo que es de nuestra especie, y lo que es de nuestra materia viva, y lo que es de nuestros recuerdos, y de nuestras fuerzas y debilidades escondidas, y lo que es, en fin, el sentimiento informe de no haber sido siempre y de deber cesar de ser, que se encuentra eso que he llamado la fuente de las lágrimas: LO INEFABLE" (2004: 45)?
En su libro sobre los sueños, el gran escritor suizo Robert Walser relata justamente uno de ellos al que llama "un poeta". Escribe: "cuando tenía veinte años solía sentarme a la mesa muy pensativo y escribía versos, mientras apoyaba la cabeza en la mano, porque a veces el arte poético se me resistía" (2012: 171)
La poesía, o aquello que llamamos arte poético –retomando este fragmento walseriano–, está conectada con eso otro que llamamos "inspiración", algo que se encuentra más allá del lenguaje, y del mundo, más allá de la humanidad más humana, y que uno intenta aprehender con este lenguaje –humano, demasiado humano– que tenemos. Esta aprehensión del mundo es la tarea del poeta y la poesía. Ese mundo-naturaleza que no es humano, y que por ello es mundo; ese mundo que siempre ha estado allí, cuando ni siquiera teníamos palabra para llamarlo y nombrarlo. Más aún, la tarea del poeta es apropiarse de este mundo, anarquizándolo en la palabra. Hacer presente en el lenguaje el mundo para ordenarlo necesita antes del caos propio de la palabra que lo toma. Apropiarlo, humanizarlo, incluye en el mismo gesto de ensoñación una liberación del hombre, una anomia. Como el caos antes de la creación, como el sueño y la palabra: antes del hombre habita el caos y la anarquía. Ese sentido de apropiación liberadora –como el sueño– es el sentido de lo habitable y amigable al hombre. Hacer del mundo-naturaleza un "lugar" donde pastorear al lenguaje y aproximarlo al hombre, pero al mismo tiempo, obligarlo a alejarse del humanismo del hombre. La anarquía es la condición de existencia del alma, y su virtud. Se puede pastorear al hombre, pero no al alma.
Siguiendo por este "camino de río que morirá en el mar" y no entre los bosques, diré que la belleza es cercana y se deja aprehender, pero es imposible de nombrar para el hombre en su completud. La totalidad de lo bello es inaccesible para nuestros lenguajes. Lo bello siempre es una totalidad para sí –como el mundo, como Dios– abierta a sí misma como totalidad, pero no para el hombre. Y aunque se encuentra abierta al lenguaje, toda traducción de la belleza será incompleta, o imposible. Lo bello siempre dice algo, su decir es un siempre ahí para... pero no para nuestro decir; es una totalidad abierta al decir, pero inhumana.
En este sentido, la poesía es el arte de lo inhumano.
Sigamos. Si la belleza del mundo es innombrable como totalidad, frente al mundo somos niños que nunca crecerán. El lugar del poeta es esa mirada niña que se sorprende del mundo hasta su mudez. Porque lo bello nos silencia ante su inconmensurabilidad, en la admiración la boca que enmudece al no saber cómo decir. Y entonces, la aparición de los versos, las metáforas, la imágenes que multiplican y repiten, que decoran y recrean, que nos mienten para embellecer nuestro entorno, y hacerlo más amigable.
La tarea del poeta es traducir el mundo. Hacerlo parecer (aparecer y aparentarlo) aprehensible, cercano, humano, traducir la belleza en lenguaje; o en lo que queda del lenguaje en este desierto de lo real.
Pero regresemos a Walser quien sigue relatando su sueño y dice: "La gente me miraba, y yo a ellos. ¿Era eso extraño? Me asemejaba a un niño extraviado y a punto de romper a llorar, aunque sus labios se curvaban en una sonrisa burlona. ¿Acaso no están emparentados la burla y el dolor? Reaccioné y eché a andar. ¿No era la incertidumbre algo espléndido?" (2012: 171).
Esa niñez, podríamos decir, esa niñez extraviada, asustada, a punto del llanto pero sin embargo burlona, sosteniendo en el filo de una sonrisa un mundo a punto de estallar; esa niñez, es la niñez del poeta ante el mundo. Un poeta que observa con desconfianza, que debe desconfiar, porque nada de lo que ve es suficiente, porque no sabe qué es suficiente. El poeta desconfía del mundo y, en especial, del hombre, porque es él la incertidumbre de este mundo: el extranjero siempre diferente del mundo-naturaleza.
Si entendiésemos al mundo, o al hombre; si pudiésemos encerrar la belleza en un verso completamente; si la totalidad pudiera ser poetizada. Entonces, no habría más poesía. Ya no sería necesaria. La poesía explora la duda de quién se piensa para existir. Porque la poesía entró en la existencia: en el gesto de la acción que inaugura el mundo con una palabra, y aniquila el último hombre con un verso. Pero sigue allí: subsiste. La poesía es supervivencia: del hombre, del mundo, de Dios.
Regresemos a los sueños, y ya no el relato de uno, sino las palabras sobre ellos. El 19 de septiembre de 1980, Borges dio una charla en la Escuela Freudiana de Buenos Aires llamada "Los sueños y la poesía"; allí hizo notar que al soñar "uno esté libre, de que uno no es nadie cuando duerme, y luego uno se despierta y uno es alguien, muy limitadamente alguien" (1993: 24-25), y agrega, "claro que cuando uno duerme, uno está libre, y luego uno despierta y ya está de nuevo en esas categorías del tiempo, del espacio, de las circunstancias, de geografías, de lugares, de estaciones del año, de días de la semana..." (1993: 27).
Retomando las palabras Borges, digamos que el poeta está en un límite entre el sueño y la vigilia, entre la libertad de salir-se de uno mismo, de abordar un universo onírico atemporal y aespacial y de regresar luego al mundo de los hombres, a las ataduras de la geografía y los días. Allí el poeta coloca su mirada, o tal vez, la experiencia del lenguaje poético: un lenguaje que –y ya toda definición del lenguaje es una atadura al lenguaje– aprehenda lo inaprensible, como un mundo que se hace del lenguaje para poder nombrarlo. Por ello el sueño es el reino del no-ser uno mismo: máscaras dentro de máscaras, negación del hombre. Soñar es salir-se, perderse en el descampado del un bosque en llamas.
Borges, continuemos un poco más, dice que él "recibe la poesía" en el sentido de la idea clásica de la musa o el espíritu y trata de intervenirla lo menos posible: porque el poeta recibe y traduce al lenguaje de los hombres aquello que le es dado. Según Borges: "es la idea del espíritu, el 'ruaj' de lengua semítica (...) se puede decir subconsciencia, creo que la idea es la misma, la idea de algo que nos es revelado, que nos es dado, es decir lo contrario de la idea del poeta como hacedor, (...), el poeta no hace; el poeta más bien recibe y traduce, muchas veces malamente, pero recibe algo que es un don, eso vendría a ser la idea de la gracia también" (1993: 34).
Digamos, entonces, que es el poeta quien dedica la vida a traducir lo inefable. Haciendo del mundo un escenario que excede su manifestación y totalidad. Si para el mundo-naturaleza el hombre es una fatalidad, tan sólo otra aparición, sin embargo para el hombre –y en especial para el poeta quien se ocupa de estos menesteres– la tarea es hacer de ese mundo –así como también de lo divino– una "habitación habitable", accesible al lenguaje siempre imposible o imposibilitado del hombre frente al mundo, y frente a Dios. Un hogar –aunque imposible– en el lenguaje. Traducir el paisaje, la contemplación, o la epifanía en lenguaje. Así, nos adentramos en la búsqueda de la palabra que haga de lo inefable una cercanía, un "a mi lado". El gesto de sacar a la luz el amor que se arranca del uno al otro para fundirse en la alteridad más violenta. A veces, hay que dejarse escribir por el poema. Entregarse, a la violencia de la hoja en blanco que se vuelve palabra.
La poesía contempla al mundo y lo traduce en palabras. La poesía no busca cambiar el mundo –no le interesa cambiarlo–, sino que lo contempla a través de los sentidos. La poesía se abre al mundo a través de los sentidos, lo violenta y lo cambia de lugar, lo transforma en un mundo poético. La poesía busca el espíritu del mundo-naturaleza para obligarlo a mostrarse, para arrancarlo de su mismidad y arrastrarlo hacia el mundo de los hombres. Por ello siempre es una violencia. La poesía hace de la realidad un estado, una vigilia: la toma y la transforma, la da vuelta, la lee y relee, la observa y la deja caer. A la poesía no le interesa la realidad por la realidad misma, sino como máscara del mundo-naturaleza. Dejar caer la realidad y conquistar el mundo para traducirlo y darle voz: allí también la tarea de la poesía.
A la poesía, en definitiva, no le interesa tampoco el mundo, sino ella misma, la palabra, la gestión del silencio. El mundo es la hoja en blanco de la poesía, la excusa para la palabra.
La poesía es la acción del hombre contra el silencio del mundo-naturaleza. Citaré un verso que hace poco leí de Gustavo Guerberoff: "Poesía es lo que escriben las motosierras en los árboles". Digamos otra vez, la acción del hombre, como las motosierras derribando el árbol. El árbol allí, siempre seguirá siendo árbol: lo fue, lo es y lo será, hasta cuando ya no esté, la huella del árbol –de su mundo– permanece. En cambio, frente a ese universo que habla consigo, que es el mundo-naturaleza, nosotros hemos inaugurado un tipo de lenguaje que lo arranca –siempre violentamente, como todo gesto de arrancamiento– para hacerlo nuestro. Lenguaje divino, lenguaje humano; el lenguaje siempre es extraordinario para el mundo. La motosierra es la hipérbole, porque ya sólo el hecho de llevar el árbol al mundo del lenguaje es violentarlo. En ese sentido, la poesía como entre sueños, es la búsqueda de unión entre la palabra y el mundo-naturaleza, y su forma "prístina" de violencia, y por ello mismo, tal vez la que mejor se articula con lo que podríamos llamar el lenguaje divino. En la palabra poética yace el puente entre el mundo de los hombres y el mundo de la naturaleza, entre la creación y la revelación. Como entre sueños. La poesía es traducción y destrucción: la acción por antonomasia del hombre contra el mundo, y para el mundo.
Referencias bibliográficas:
BORGES, Jorge Luís. Borges en la Escuela Freudiana de Buenos Aires, Buenos Aires: Editorial Agalma, 1993.
VALÉRY, Paul. Diálogo del Árbol (edición bilingüe), trad. Rodolfo Alonso, Córdoba: Ediciones del Copista, 2004.
VALÉRY, Paul. Teoría poética y estética, Trad. Carmen Santos, Madrid: La balsa de la medusa / Visor, 1998.
WALSER, Robert. Sueños. Prosa de la época de Biel (1913-1920), trad. Rosa Pilar Blanco, Madrid: Ediciones Siruela, 2012.