En un artículo reciente argumentaba en contra de tratar como tabú las comparaciones con el nazismo. La Shoá no es equiparable con otros fenómenos, pero no por eso es incomparable...
¿Qué pasa, entonces, cuando estas comparaciones se revierten sobre nosotros mismos o sobre Israel?
Con frecuencia se acusa al mundo judío -en sus sectores afines a Israel- de comportarse como si la condición de pasada víctima le diera inmunidad frente a los cuestionamientos. Para abordar esta cuestión, propongo empezar por un ejercicio mental que imagine un escenario distinto del real. Supongamos que no existiera una campaña de deslegitimación de Israel y que nadie intentara estigmatizarla -lo que, a todas luces, no es cierto-. ¿Sería, entonces, pertinente buscar, en un acto introspectivo, signos propios del nazismo y el racismo en el campo propio? En estas hipotéticas condiciones, sostengo que sí, que es deseable y hasta necesario. Una de las lecciones que hemos aprendido es que el horror nazi no es un fenómeno propio de extraterrestres y que sus raíces pueden aparecer en cualquier sociedad. Si creemos que los demás deben combatirlas, debemos ser capaces, también, de atacarlas cuando las reconocemos en nosotros mismos, evitando la autocomplacencia. Eso implica estar alerta frente a riesgos tales como la derivación del sentimiento nacional en chauvinismo, la transformación de la idea de Estado de instrumento de soberanía en objetivo idolatrado, la tentación de deshumanizar al enemigo, o el desprecio por los intereses y el bienestar de las minorías en Israel. Aún bajo la enorme presión que representa el desarrollo de un Estado judío en un medio hostil, con la carga que implica convertirse cada tanto en objeto de brutales atentados indiscriminados y sangrientos, Israel debe encender sus luces de alerta cuando se producen ataques pandillescos a plantaciones de olivos, cuando el encargado de un check-point ejercita con arbitrariedad medidas humillantes ante los que esperan el paso, o si un soldado se siente tentado de disparar sobre objetivos que no representan una amenaza real. No se trata de un mero deber ético hacia los demás: se trata también de evitar una autodegradación que, tarde o temprano, corroe la convicción en la justicia de los propios actos. Golda Meir dijo -en una frase que sus críticos cuestionan por revertir la carga de la responsabilidad, pero que en cualquier caso expresa claramente esta situación-: "Podemos perdonarles (a Uds, los árabes) por matar a nuestros hijos. Pero nunca les perdonaremos por hacer que matemos a los vuestros."
Dadas las condiciones, Israel hace un papel ciertamente mejor que el de otros, en el pasado o el presente: si los operativos en Gaza mataron a civiles, están lejos de casos como el bombardeo aliado masivo a Dresden y si la población de los territorios ocupados padece esta ocupación, está enormemente lejos de lo que sucede -por ejemplo- en Siria, por mencionar apenas un par de casos. Enhorabuena; son buenas señales, pero no implican que no haya otras, preocupantes, y que merezcan crítica y atención.
Terminemos ahora el ejercicio mental y volvamos a la realidad. "¿Es que toda crítica a Israel implica antisemitismo?", preguntan en voz alta los acusadores. La respuesta es, obviamente, negativa. Pero la pregunta no suele ser ingenua y, en forma sofista, pretende servir para bloquear todo señalamiento de antisemitismo escondido tras el ropaje del antisionismo, como si el hecho de que la crítica no implique necesariamente antisemitismo obligara a refrenarse de señalar el fenómeno del nuevo antisemitismo de cuño anti-israelí.
Las comparaciones de Israel con los nazis y de la situación palestina con el Holocausto alcanzan proporciones que van mucho más allá del ejercicio ético de estar (o promover) alerta. Hace un par de años, y sin pretensiones de rigor metodológico, me propuse explorar el uso que se hacía de términos como "genocidio" aplicados a la política de Israel en relación con los palestinos. Puesto que la frecuencia de uso de estos términos me pareció un indicador significativo, lo que hice fue observar la cantidad de "hits" que producía en Google una serie de combinaciones tales como Holocausto - judíos, Holocausto - palestinos, Genocidio - judíos, Genocidio - palestinos, y sus correspondientes en inglés. Los resultados obtenidos en ese momento hablan por sí mismos: las referencias a los palestinos superaban ampliamente a las de los judíos, ¡en una proporción de 10 a uno!
Búsquedas similares repetidas hoy producen resultados más equilibrados, pero no deja de ser llamativo el hecho de que términos como "holocausto" y "genocidio" aparezcan siquiera con una frecuencia comparable (ni qué decir mayor) en ese contexto que en el judío. La razón no parece tener que ver con el hecho de un fenómeno es antiguo y otro reciente, porque hechos gravísimos y cercanos (como el de Darfur o Ruanda, con alrededor de medio millón y un millón de muertos respectivamente), producían entre 10 y 30 veces menos menciones que de un supuesto genocidio palestino.
Discutir la propiedad de aplicar la terminología del genocidio y exterminio judío al conflicto palestino-israelí debería resultar ridículo y absurdo. No es que las comparaciones deban estar vedadas: se puede aprender de ellas si son honestas. Sin embargo, aunque comparar a un electrón orbitando alrededor del núcleo atómico con un planeta alrededor del Sol puede tener sentido, eso no convierte al electrón en planeta ni permite deducir que si se saliera de órbita amenazaría con impactar y destruir la Tierra...
Los genocidios y holocaustos no son meramente una cuestión cuantitativa, pero vale la pena recordar algunos datos. Se estima que en el operativo de Gaza (2009), murieron entre 1.000 y 1.500 palestinos, incluyendo militantes armados y civiles, un número similar al de libaneses en el 2006; en la 2da Intifada murieron 4.700 y en el período 1947-1949 (la Nakba, la Guerra de la Independencia y su predecesora, la Guerra Civil) entre 3500 y 6000. En conjunto, estas décadas no le rozan los tobillos a la matanza que en un solo año se ha producido por luchas internas en Siria
¿Qué hay de las situaciones en que no participó Israel? En la "Guerra de los Campos" entre los palestinos y las milicias musulmanas chiitas pro-sirias en el Líbano murieron 5.000 palestinos; en la represión Jordana de 1970, unos 10.000 (las estimaciones van desde 3.400 a 25.000), en la guerra civil libanesa, las estimaciones para 1975-1976 van desde 40.000 a 100.000 muertos, en su mayoría civiles y en buena proporción palestinos, en las luchas intra-palestinas en el Líbano, 2000 muertos, en la Rebelión Árabe de 1936-39 los británicos mataron unos 3000-6000 palestino y durante la 1era Intifada se estima en 1.000 el número de palestinos ejecutados sumariamente por otros palestinos bajo acusaciones de colaboracionismo... Las cifras, por supuesto, son discutibles y tratándose de Medio Oriente siempre se puede dejar amplios márgenes de error lo que no cambia el panorama general.
¿Cómo explicar, entonces, el uso de esta terminología para el caso palestino? Aunque la masividad de su difusión fuera menor, debería mover a dudas.
El hecho de que el judío sea un pueblo que ha sido víctima del mayor intento de exterminio de la Historia nos obliga a ser particularmente severos con la aparición en el campo propio de fenómenos que siquiera tangencialmente se acerquen a los que nos aquejaron. En ese sentido, es lógico que estemos alertas, porque el nazismo no es genéticamente alemán. Los mayores monstruos han sido seres humanos de los que sus vecinos dirían que "parecía una buena persona", de modo que cuando descubrimos mecanismos sub-humanizadores del oponente, indiferencia ante su sufrimiento o episodios de abuso gratuito de la fuerza, es bueno que recordemos que "fuimos esclavos en Egipto"... Los avatares de los conflictos en que está inmerso el Estado de Israel generan incomodidad. Es duro para quienes desarrollamos una identidad identificándonos con las víctimas digerir las escenas de Gaza o el Líbano, donde es la tropa propia la que juega el papel del Estado armado, y las comparaciones –aunque sean absurdamente exageradas-, pueden cumplir cierto papel de anticuerpos morales.
La propaganda anti-israelí lo sabe, y se dirige a los judíos no menos que a los que no lo son cuando usa con ligereza términos fuertemente cargados como genocidio, holocausto, campo de concentración, masacre o exterminio, para aplicarlos a Israel. Se trata de un movimiento poderoso, que aprovecha simultáneamente varias oportunidades:
Identificar a Israel con los nazis tiene un efecto liberador en muchísimos no-judíos, sean o no antisemitas. El Holocausto ha cargado de culpa a una humanidad que lo ha permitido, y no son pocos los que padecen el sentimiento de que los judíos nos comportamos como acreedores del mundo. Achacar a Israel conductas nazis termina con el trauma: ya no hay por qué sentir culpa, porque el que roba a un ladrón...
En cuanto a los propiamente antisemitas, conscientes o no, les permite revivir viejos odios que durante décadas fueron tabú, presentándolos en una forma "políticamente correcta". Incluso las manifestaciones más extremas recobran vigor: los viejos "Protocolos de los Sabios de Sión" aparecen reescritos poniendo en el sionismo el papel del confabulador por la dominación mundial y los libelos de sangre toman la forma de comercio de órganos de palestinos.
Finalmente, la asociación Israel-nazis busca bloquear el apoyo judío a Israel, identificando al "buen judío" como aquél que representa a la víctima en tanto no apoye a quien se estigmatiza como el victimario universal, lo que tiene una fuerza deslegitimadora fenomenal.
En el campo judío hay quienes compran esta propuesta con distintos grados de entusiasmo. Están los que creen que se les extiende un salvoconducto para permanecer en el campo progresista siempre que se pongan a la cabeza de los acusadores –un pago que, aunque difícilmente reciban, sería merecido si se piensa en el valor propagandístico que tiene una solicitada promovida y firmada por intelectuales judíos llamando a "detener el genocidio del Estado de Israel". Están los que se sentían en la periferia del mundo judío por no adherir al proyecto sionista (una posición legítima, después de todo) y quieren ganar el centro de la escena con un ataque, por injusto que sea -una posición que, en cambio, ya deja de ser legítima-. Están los que sinceramente se sienten ajenos al discurso auto-justificatorio que encuentran en los ámbitos comunitarios, y queriendo ser críticos prefieren marcar los pecados del pastor aun al precio de ignorar a los lobos. Están los que se sienten perdidos y abrumados, y apenas descubren que los judíos no son santos, desmoronadas sus frágiles defensas, creen descubrir que estaban durmiendo con Satán.
La demonización no es un fenómeno nuevo para los judíos. Haríamos bien en reconocer sus –evidentes- signos y combatirla mientras enfrentamos nuestros propios dilemas morales. No hay por qué caer en la trampa de escapar a la autoidealización cayendo en la autodemonización.