En Moscú, buscando una patria

plazaroja2okAcá las personas no están obsesionadas con una amarga nostalgia por otro lugar y tiempo; simplemente existen.

Es tarde de noche cuando llego a Moscú, y mi chofer israelí me da la bienvenida con un cartel en hebreo y dice "Llegas tarde." Con mirar su cara familiar y las letras en hebreo, logro calmarme: puede que este lugar no me mate, con sus Baba Yagas y autos Voronok negros.

 Había pasado el vuelo de Minsk a Moscú temblando, sacudiendo mi cabeza y preguntándome en voz alta como loca por qué había considerado hacer esto, sola, tan espontáneamente, en contra de los deseos explícitos de mi familia, y durante una masiva tensión política en la Plaza Roja, "¿No lees las noticias?"

El chofer observa mi atuendo. "Entonces, ¿qué hace una chica ortodoxa como tú en Moscú? ¿No se supone que estés casada con siete hijos?"

Me río y descanso en el asiento de cuero. Hay algo reconfortantemente normal sobre esto: si ya obtengo los comentarios sobre la ortodoxia, me siento como en casa, en este auto deportivo rojo con un chofer israelí que está escuchando a Eyal Golan a todo volumen mientras nos metemos en una oscura autopista de Moscú.

Moskva- una ciudad más cálida y humana de lo que esperaba. En los cinco días de mi estadía en el centro de la ciudad, quiero recorrer estas calles sin el pánico que mis predecesores hubieran sentido aquí. Hago que la hoz y el martillo se conviertan en un objeto de diversión en lugar de odio. Ignoro el museo del KGB en Lubyanka, y elijo en cambio estudiar el arte de Repin en la Galería Tretyakov, leer a Chekhov en las mismas calles donde él escribió.

La primer mañana en Moscú, agarró mi cartera y libreta y salgo de la habitación del hotel, apurándome para llegar a la Plaza Roja con la misma urgencia con la que me dirijo a Jerusalén tras arribar al Aeropuerto Ben Gurion- la analogía puede sonar ridícula, incluso ofensiva. Pero ahí está. Si soy honesta conmigo misma, debo admitir que es el mismo sentimiento de alcanzar una fantasía de la niñez- las cúpulas de la Catedral de San Bisilio brillan al sol, y me veo tentada a pasar para contemplarlas una vez más, de la misma forma que voy al barrio judío para disfrutar de una caminata.

Los hijos de los inmigrantes rusos se imaginan demonios al ser niños, pero esos demonios desaparecen rápidamente en el bullicio de los cafés y la gente joven intercambiando chistes al pie del Kremlin. Por error había leído libros estadounidenses y noticias en inglés antes de llegar, y esperaba una metrópolis Khrushchev; pero al hablar con los moscovitas en su lenguaje, me sorprende que las personas acá puedan sonreír, ser amistosas, casi cosmopolitas. Para el extranjero, la tensión política es difícil de detectar. Juego con las rígidas reglas que me había puesto a mi misma en el vuelo: hablo con desconocidos, les digo que soy estadunidense, una periodista incluso, y en Shabat camino a casa desde la sinagoga junto con judíos ortodoxos e ignoro las miradas que recibimos.

Lo que más me gusta de Moscú es la noción que obtengo en las primeras doce horas: Esto es Rusia, no la inmigración rusa. Este es un lugar que no tiene nada que ver con todo lo que había asociado a Rusia: todo ese desplazamiento, la memoria, nostalgia, diáspora eterna. Qué liberador – esto no es una cocina de Brooklyn, ni un restaurante ruso en la rambla donde los inmigrantes cantan sobre los ojos de una chica gitana y "lo mucho que disfrutaba esas noches en Moscú." Acá, el almacén no está decorado con muñecas matryoshka obligatorias, es simplemente un almacén. No hay necesidad de ver las noticias en el Canal Uno, es la programación local. Es liberadora, la noción repentina de que acá las personas no extrañan o resienten un pasado, no hay una obsesiva o amarga nostalgia por otro tiempo o lugar, no hay una batalla de identidad ni lealtades conflictivas. Acá, la gente simplemente existe.

"¿Conoces el programa para niños sobre el erizo?" me pregunta un licenciado en El erizo que vive en un hueco en la tierra y dice, 'Este es mi hueco, y moriré en este hueco.' Así es como me siento sobre Rusia. Es mi hueco, y moriré en este hueco."

Observo a los rusos en su hábitat natural y me maravilla la simplicidad con la que usan la palabra "rodina", esa palabra significativa y emotiva que significa lugar de nacimiento y patria. Cuando los nativos escuchan que soy de la "diáspora rusa", alguien siempre menciona la palabra: "¿Cómo está tu rodina?" pregunta otro conductor de taxi, sonriendo al espejo retrovisor. Nos dirigimos al bulevar Tverskaya junto a varios BMWs y Porsches.

"¿Rodina?" repito, y sin pensarlo se me escapa, "¿Cuál?"

Él ríe y dice, "Dime tú, devushka."

En el vuelo de vuelta a Nueva York, voy con apuro del aeropuerto a una fiesta familiar en un restaurante de Brooklyn. En una nube de abrazos y besos, los parientes comienzan con el bombardeo: ¿Cómo está Moscú? ¿Cómo está la ciudad ahora? ¿Es horrible allá, verdad? ¿Feo, aterrorizante? Peligroso, ah. Las personas son terribles allá. ¡Y la corrupción! Dinos que no volverás a ir. Dinos que no volverás.

Me encojo de hombros. "Está bien. Moscú puede incluso ser hermoso a veces. Simplemente no es nuestro, eso es todo."

Me miran con decepción – quizá por mi indiferencia, o por una persistente decepción por esa tierra de árboles y Pushkin que nunca les ofreció un hogar. Esperan que yo también comparta su sentimiento de traición; me quedo callada y luego les cuento alegre sobre un futuro viaje a Israel.

Al salir del restaurante a la bulliciosa Kings Highway, me siento aliviada al escuchar a otras familias de inmigrantes pasar. Lo ruso de esta calle es más tranquilo, agradable, familiar – y me río al pensar que está es la única Rusia que conozco, el Moscú que veo recreado en las calles de Brooklyn y Haifa, no es Moscú de Arbat Street y Kitai-Gorod.

Aún me pregunto cuál es más real.

Fuente: Haaretz.com

Traductora: Mariel Benedykt

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