S.O.S vacaciones con los suegro parte 2

Mucho ruido y pocos pretzels

Hoy que abundan en el cine tantas segundas, terceras y cuartas partes (que en realidad son antes de la primera en la narrativa pero últimas en la taquilla). Hoy que más que nunca no hay dos sin tres. Hoy que ya tres no son multitud sino una forma “diferente de amar”.  Hoy que todo se transforma y nada se pierde (excepto las llaves de mi casa cada vez que voy a salir). Hoy que todo es relativo, menos Einstein que es absoluto. Hoy que sabemos que el impresionante Einstein era un físico bárbaro, y que Atila era un Bárbaro que tenía un físico impresionante.  Hoy que sabemos que Atila el Huno, era tan bárbaro que no sabía la tabla del Dos, pero hacía surf con la tabla del Tres.    Hoy, venimos con la segunda parte de nuestra nota titulada igual que ésta pero sin el “2”.

Como dijimos en la nota anterior, gracias a este artículo seguiremos ganando el odio de más gente, lo cual nos llena aún más de culpa.

Esta vez vamos a centrarnos muy brevemente en las vacaciones en las que conviven durante un  fin de semana en las Toscas, la madre (idishe mame) de él, con la nuera sefardí.

La idishe mame percibe  (inconscientemente) a la mujer sefardí como una goi con un maguen David colgando en el cuello. Ahí está. Lo dije. Pero hay que entenderlo.  Es inevitable. El denominador común del pueblo judío no basta para que el legado hebreo conecte a los cultos y refinados ashkenazim de Centro-Europa con los fiesteros sefardíes de la península ibérica.  Donde allá había una casa con  finas arañas de techo y tocadiscos en los que sonaba Bach, en Sefarad había flamenco, vino y un fogón que cocinaba adafina. Donde allá los letrados estudiaban en tres idiomas, se encerraban a conocer la Torah y el Talmud, en Sefarad había rabinos mochileros que deliraban en una cábala psicodélica. Mientras unos cantaban al son de un klezmer alegre los otros se revolvían las tripas con la melancolía de un canto ladino. Mientras unos cocinaban con papa, los otros cocinaban con berenjena. Donde unos peinaban cabellos dorados y sonreían entre pecas coloradas, los otros se doraban al sol del Mediterráneo observando todo con ojos color aceituna. Mientras unos decían: zolst vaksn vi a lomp, henguen keseider… Los otros decían Pujados ke no amenguados.  Ese choque de culturas deja en la carretera de la identidad judía a unos cuantos peatones con la tradición fracturada.  La idishe mame prevé que sus nietos disolverán todo ese legado en una pasta amorfa y… claro está, sufre. En silencio, pero sufre.  Suspira y no lo dice pero sufre. ¡Cómo sufre!

Otro punto  importante y que es innegable: existe en el corazón de toda madre judía una competencia hacia cualquier mujer que no sea ella misma. Dicen las leyendas que esto llega a tal extremo en algunas ocasione la madre judía se mira en el espejo y le dice a su reflejo: “Nunca lo querrás como lo quiero yo, ¿me oíste?”

Pero no todo está perdido: con la nuera tiene algo en común que las une (el amor por el mismo hombre) y que las separa (el amor por el mismo hombre).

El hijo  también sufre. Sufre porque quiere a la madre y quiere a la mujer. Pero también disfruta. Porque cuando conviven las dos mujeres de su vida (madre y esposa)  ambas se esfuerzan por complacerlo.  Así que la verdad que sufre ( pero muy poco) y disfruta (mucho, bastante).
Las primeras vacaciones juntos son un idishe-test para la recién llegada y en este caso, cuya ascendencia es sefardí, peor.  Todo comienza cuando a la chica se le da por cocinar para la familia. Con toda ilusión prepara algo sencillo, unas milanesas con puré, cosa de no quedar muy expuesta ante la suegra. No es cuestión de empezar el campeonato intentando elaborar unos knishes de papa o un guefilte fish.

La chica orgullosa sirve al mediodía las milanesas ante la ante mirada de la suegra que sonríe con la boca pero que juzga con  la mirada. El sudor corre por la frente de la chica que intenta controlar los nervios por la jornada que le espera. La fuente de milanesas en el medio de la mesa aguarda el pinchazo del tenedor materno. La música de la película de “El Bueno, el feo y el malo” con CLINT EASTWOOD suena en el fondo. 

La suegra corta con un cuchillo brillante la milanesa, se la lleva a la boca y mastica. Traga con la ayuda de un poco de coca cola zero y exclama: “Hijito, te acordás que yo te las hacía bien gorditas y te encantaban. ¡Claro que hay gente que le gusta más estilo suela como estas,… ¡qué están riquísimas! (aclara para no quedar muy grosera)”.

El marido y el hijo lo saben: es el comienzo del fin.  Tras ese comentario vendrán otros del estilo: “al puré yo le pongo más leche”, “al flan le pongo más huevo” “a la ensalada le pongo menos vinagre”. La nuera se lleva a un rincón a su marido y le susurra “un comentario más de tu madre y le pongo la ensaladera de sombrero, a ver que le parece”.  No faltan durante el fin de semana los cuentos de alguna novia anterior, que le salían los pretzels casi tan buenos como a ella.  Luego salen de un viejo armario las fotos de cuando el nene era chico.  Las dos observan con amor a esa criatura sin pañales mientras el hijo tapa su rubor con una paleta y dice: “ vamos a jugar un rato a la playa”. Por la noches ambas ya están riendo cómplices de los defectos del hijo/ marido.  El susodicho mira la escena con resignación,  se sirve un whisky on the rocks y sale a escuchar los grillos al patio. Mira las estrellas y le pregunta a Abraham Abinu si cuando hizo el pacto con dios, no se olvidó de pedirle que las mujeres de nuestro pueblo además de tan buenas y maravillosas fueran un poco menos dramáticas e intensas.

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