El arte de masacrar

Las manifestaciones en Siria empezaron a mediados de marzo de 2011 exigiendo mejoras económicas y libertad para los prisioneros políticos. Ahora, lo que imploran los miles de sirios que arriesgan sus vidas en las calles es que los salven de las garras de un régimen descontrolado.

Una de las raras imágenes de la revuelta vista esta semana por televisión, la de una estatua de Hafez al-Assad, padre del actual presidente asesino, por los suelos y pisoteada, sintetiza el cambio de humor de un conflicto que cuenta ya con más de 10.000 muertos (!) y va para más.

El motor de esta radicalización de las demandas es la política de «una sí, una no» adoptada por Assad junior. Un día acepta el plan de paz de la ONU y otro déja un centenar de cadáveres en Hula. Un día revoca el estado de excepción que regía desde 1963 y acto seguido captura y tortura a los opositores. Y a la mañana siguiente, mientras su esposa continúa pensando que Siria nunca estuvo mejor, lanza todo el peso represor de su ejército que dispara a quemarropa contra civiles inocentes, ancianos mujeres y niños, con un resultado de centenas de muertos, miles de heridos y otros miles huyendo desesperados a la frontera con Turquía.

El pueblo sirio se siente cada vez más vejado por la intransigencia del gobierno que sólo responde con la máxima brutalidad y utiliza la retórica caduca de una conspiración exterior dirigida por Occidente. Cómo no.

Siria ha entrado en una espiral de violencia en la que cualquier entierro se convierte en una manifestación cuya represión causa más muertos y así sucesivamente. En esta dinámica, una salida pacífica ya resulta imposible.


Muchos hablan de una intervención militar similar a la de Libia; pero algo semejante podría desatar en Oriente Medio un incendio de proporciones mayúsculas. Los iraníes Jamenei y Ahmadinejad, los únicos socios de Assad en la zona, no permanecerían de brazos cruzados, ni lo harían organizaciones terroristas como Hezbolá y Hamás, financiadas por Damasco y Teherán.

De momento, a Assad no le queda otra salida que ordenar a su ejército seguir masacrando a su pueblo mientras los líderes de las potencias occidentales protestan, reclaman, condenan, echan embajadores y ladran pero no muerden. Prefieren dirigir su mirada hacia donde hay posibles electores o donde abundan pozos de petróleo.

Y sólo resta preguntar: ¿Dónde están los activistas de derechos humanos y las flotillas humanitarias?
Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

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