Cuatro rasgos comunes entre Shavuot y Pentecostes

No será extraño encontrar analogías entre la «fiesta madre» judía y su homóloga cristiana. Aquí destacamos tres.

El  cómo

Dos sitios elevados: el Sinaí, el Cenáculo. Uno y otro, escenarios simbólicos de una revelación divina, acompañada, en ambos casos, de fenómenos cósmicos: truenos, rayos y toques de shofar; viento huracanado y lenguas de fuego.

¿Cuál va a ser la función de ese don que viene de lo alto, ya sea Torá o Espíritu de Dios? Principalmente, la de ayudar a traducir, en el lenguaje de todos los días, el deseo de los creyentes. Que se preguntan, respectivamente: ¿Cómo orientar esa libertad inaugurada en Pésaj ? O ¿cómo expresar, en opciones concretas, la fidelidad al mensaje de ese Jesús, que, después de su Gran Pasaje a una vida nueva, ya no es más visible físicamente?

Para poder llegar, desde la altura de lo sublime hasta el detalle de lo cotidiano, ahí están, la Torá (bijtav y be'al pé)  y ese Ruáj Ha Kódesh con su poder de impregnación.

El  aura del 7
Si el 7 es como un abanico que despliega todos los posibles, que habla de variedad y de abundancia, ¿cómo no estaría presente en estas fiestas? Y ya desde sus respectivos nombres: Shavu'ot (semanas) / Pente-costé (la  50ª - jornada - luego de una semana de semanas).

El midrásh imagina a las 70 naciones escuchando la revelación del Sinaí y, para expresar la riqueza potencial de la Torá, dice de ella que tiene 70 facetas. La ofrenda de Shavu'ot en su época agrícola consistía en 7 frutos de la tierra ( trigo, cebada, higos, dátiles, uvas, aceitunas y granadas ). Hoy día la tradición judía propone consumir productos lácteos. El Tanaj asocia la leche con la miel para soñar con la tierra prometida.  Estos dos elementos - blanco, uno y dorado, el otro - nos sugieren dos clases complementarias de energía: la lunar, la solar.

Según el relato de la experiencia de Pentecostés la totalidad de los presentes entendían, maravillados, cada uno en su lengua, lo que quería decirles el Espíritu Santo. Era una situación exactamente contraria a la del episodio de Babel. Allá, antes de construirse la torre no había más que un lenguaje posible (un pensamiento único, totalitario: safá -ajat ). Y luego, una multiplicidad que impedía la comunicación. Aquí, en cambio, el despliegue de las distintas modalidades de expresión apunta a la universalidad y a la convergencia de intenciones.

La tradición cristiana se ha inspirado en Isaías (2.11) para desgranar  los 7 dones que el Espíritu de Dios derrama con largueza en las comunidades: Jojmá (sabiduría), biná (inteligencia),'etsá (consejo), guevurá (fortaleza), dá'at (ciencia), ir-at -Adonai (temor de Dios) y (según la traducción de la LXX) eusebeia (piedad).
 
Así, el 7 viene a expresar, tanto en la perspectiva judía como en la cristiana, algo muy propio del amor, que no podría ser monocorde ni quiere clonar respuestas.


Un  dinamismo que no tiene fin

No por casualidad la haftará del primer día de Shavu'ot trae a primer plano el carruaje de Ezequiel. Un chisporroteo de imágenes, de fuerzas relampagueantes, de ruedas voladoras, quiere expresar la movilización provocada por el Espíritu.

Tampoco por casualidad el piut del rabino de Worms que se lee en esta fiesta hace terminar cada renglón por las letras tav -álef. Porque si allí ni bien se llega al final del alfabeto (tav) hay que volver a su principio (álef) eso sugerirá que nunca se termina de leer la Torá y de interpretarla. En cada generación y en cada etapa de la vida irán se le irán  descubriendo más e impensados alcances.

Y si se lee el libro de Rut ¿será sólo porque el relato comienza en la misma temporada agrícola? ¿O por el parentesco de ella con David, que el midrásh hace nacer en Shavu'ot? ¿No será, sobre todo, porque Rut era la extranjera que quiso convertirse? Así vendría a recordarse que, frente a la Torá - al proyecto de Dios, tan hondo, tan completo - siempre tendrá uno zonas de sí mismo que estén muy fuera de él, que tengan que convertirse para acercársele.

En un pasaje de su Evangelio dice san Juan que la manera que tiene Dios de comunicar su Espíritu es dándolo sin medida. No hay una última vez.
Una secuencia que se canta el día de Pentecostés (el «Veni, Sancte») le suplica a ese Espíritu que se prodigue en una serie de tareas que, dada la fragilidad de la condición humana, tampoco pueden acabarse algún día: « Te pedimos que laves lo manchado, que cures lo maltrecho; que a lo árido llegue tu rocío y a lo que es rígido, tu agilidad; que lo frío se encienda con tu ardor y que lo falso quede enderezado...» Todo un programa de Tikkún 'olam...

El avance interior no podrá darse sin un estado de alerta permanente (porque los ídolos y sus trampas son legión y no duermen), sin una atención centrada en lo esencial y simbolizada por esa vigilia del Leil tikkún Shavu' ot.
El fuego del cielo que se celebra en Pentecostés estará emparentado con aquél de un encuentro en el desierto donde una zarza ardía y ardía y nunca se consumía.


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