Mosaico en riesgo

altLas primeras celebraciones de Yom Haatzmaut que viví en Israel, hace ya casi cuatro décadas, se destacaban por la alegría de que el país realmente existiera, que estuviera vivo a pesar de las amenazas externas y las enormes dificultades internas. Se podía ver en los ojos de la gente la satisfacción de haber concretado una proeza histórica, y la clara confianza en su capacidad de mantener y desarrollar el Estado a través de su total movilización a la causa nacional.

Yom Haatzmaut hoy encuentra un país completamente distinto: más fuerte físicamente que nunca, con una abrumadora supremacía económica y militar sobre sus enemigos cercanos, que a su vez se encuentran más debilitados y enfrentados entre sí que nunca.
Israel 2012 tiene innumerables razones y logros para festejar, pero los ojos de sus ciudadanos no brillan ya con ese destello de participación personal, del aporte y el sacrificio directos, no anónimos, del “tú y yo lo hemos hecho posible”.

Israel 2012 está más dividida y  alienada que nunca: los logros económicos se concentran cada vez más en el círculo de los nuevos potentados que como tales no vacilan en ostentar su riqueza, a pesar de las sombras sobre la ética de su acaparamiento y de la utilización de influencias para seguir aumentando sus fortunas personales. El servicio militar, orgullo antes por su universalidad y democratismo es cosa de cada vez menos y la comandancia superior cada vez más envuelta en escandalotes personales de influencia y búsqueda de promoción personal. Ya nos acercamos a que la mitad de los jóvenes no hagan servicio obligatorio, y sólo un tercio de los hombres en edad relevante hagan servicio de reservas.
En primer grado escolar, el 55% de los niños son ortodoxos o árabes, y ¿cuántos del resto tomarán sobre sus hombros la defensa del país cuando lleguen a los 18 años?

La cohesión social, el crisol de las diásporas, que quizás fuera en los primeros años más consigna que realidad, pero siempre anhelo y objetivo formalmente perseguido, es ahora cosa de una colección de tribus enfrentadas por el reparto de presupuestos, cada vez más intolerantes respecto a las demás e indiferentes al bien colectivo.

Israel era un país pequeño, enfrentado a formidables desafíos dentro y fuera de fronteras, pero era poderoso porque su gente se veía directamente comprometida a dar lo mejor de sí mismos para superarlos. Israel de hoy es, a pesar de su fortaleza, un país con mentalidad de perseguido. Su dirigencia vive pendiente de amenazas y prisionera de éstas y es incapaz de proponer política alguna que no sea “romperlos por la fuerza”, que por supuesto se transforma en una profecía autorrealizante. El mundo alrededor de Israel se transforma y convulsiona, mientras que nuestra clase política es incapaz de elaborar iniciativas o incluso comprender realmente qué pasa, y se contenta con el “todo cambio es para peor”.

Israel era un país pequeño, donde cada ciudadano podía encontrar su lugar y reconocerse en el mosaico nacional, y quien sentía que su patrimonio cultural no era reflejado en dicho mosaico podía luchar para cambiarlo. Hoy Israel es un país anónimo, donde la gente ha dejado de interactuar con su prójimo, excepto en los programas “de realidad” de la TV.
Los ciudadanos de Israel no se ven ya como partes de un todo más amplio, ni a su prójimo como su socio en la tarea de la construcción nacional, sino como un competidor al que hay que aventajar a cualquier precio.

Yom Haatzmaut se festeja en Israel en las postrimerías de nuestra muy corta primavera. El verano pasado vio a la columna vertebral del país, a la juventud que aporta en la economía, en el servicio militar y en el voluntarismo social salir a la calle masivamente y reclamar un cambio de prioridades y de comportamiento, un retorno a las bases y a las prioridades clásicas del país, y este fin de primavera los encuentra frustrados, no entendiendo cómo los políticos pudieron desentenderse tan fácilmente de sus reclamos y su protesta multitudinaria, y debatiéndose entre la perspectiva de otro verano quizás fútil y la desesperanza ya ahora.

La agenda pública es cada vez más dominada por extremistas y fanáticos de todos colores mientras que los líderes, que en el pasado intentaban proponer agendas de acción basadas en concepciones ideológicas, se arrastran detrás de los sucesos en lugar de conducirlos.

El rico mosaico de Israel, cuya riqueza estaba precisamente en la diversidad y en el anhelo de formar un todo mucho más significativo que la suma de sus partes, se haya en peligro.
Bien sea por aquellos que intentan imponer el monocromo de la ortodoxia o por los otros que intentan separar las partes para dominarlas y explotarlas más fácilmente, el mayor riesgo para la sociedad de Israel en este aniversario de la Independencia es interno y no externo.

La apuesta de la dirigencia a la amenaza común como último y único aglutinador (persiguiendo aquello de “no los une el amor sino el espanto”) se olvida de una premisa básica en el arte de los mosaicos: si el cemento que une las partes no es fuerte, en última instancia tendremos un montón de piedritas en lugar de una obra de arte que perdure por los tiempos. Personalmente mucho me temo que el cambio de aglutinador: de la mítica de la construcción colectiva a la sicosis de la amenaza existencial inmediata no sea suficiente a largo plazo.

Israel demostró fehacientemente que es posible aglutinar, construir y crear aún bajo terribles amenazas. Eso festejábamos en el pasado en Yom Haatzmaut.  La capacidad de defendernos es imprescindible, pero no suficiente y por ello el acento casi exclusivo en esta dimensión hace que personalmente los festejos de hoy me suenen peligrosamente a hueco.

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