Francia frente a los fantasmas, propios y ajenos

altNo habían trascurrido muchas horas tras el asesinato a sangre fría de Gabriel Sandler, Aieh Sandler, Myriam Monsonego y Jonathan Sandler a manos del aún desconocido criminal, cuando ya se entonaba una acusación general contra Francia por su secular antisemitismo. Entre los múltiples comentarios en las redes sociales, artículos o análisis mediáticos, resonaban con potencia nombres propios paradigmáticos de la judeofobia francesa como Dreyfus, Vichy, Laval o Pétain, sin olvidar alusiones al atentado de 1980 contra la sinagoga de la calle Copernic, o al cercano y bárbaro asesinato del joven Ilan Halimi. Francia tiene mucho de lo que avergonzarse en su trato a los judíos. ¿Pero no lo tiene acaso toda Europa?

La necesidad casi catártica de recordar las perfidias francesas y de evocarlas como si éstas hubieran motivado el crimen contra la escuela de Toulouse, recuerda una realidad indiscutible, pero le da la espalda a otra verdad, no menos relevante. Por ejemplo, fue en Francia en 1806 donde los judíos fueron equiparados por primera vez al resto de los ciudadanos por Napoleón Bonaparte, quien ya en 1799, siendo entonces comandante en jefe de las armadas de la República Francesa en África y en Asia les reconoció ser “los herederos legítimos de Palestina”.

Francia, que vio infestado su mundo intelectual de virulentos antisemitas como Drumont, puede sin embargo vanagloriarse de ser uno de los escasos países que ha contado con primeros ministros judíos como Léon Blum o Mendès France.

Con respecto a la participación francesa en la Segunda Guerra Mundial, es bastante habitual escuchar reproches irónicos “sí, claro, nos quieren hacer creer que todos los franceses pertenecieron a la Resistencia”. Y es cierto que no lo fueron, pero tampoco todos fueron colaboracionistas. Tan sólo en la Resistencia interior se calcula que hubo entre 500.000 y 300.000 resistentes registrados. Hombres y mujeres de todas las edades, cuya mayoría tenía mucho que arriesgar y perder. Esta gente también existió, y eran franceses.


Por otra parte, en lo que concierne al régimen de Vichy, destaca el historiador Raoul Hilberg que ante la notificación de las autoridades alemanas de que iban a ser deportados todos los judíos de suelo francés, Laval y Pétain decidieron entregar a los judíos inmigrantes, de manera de salvar a los nacionales. En su libro "La destrucción de los judíos europeos", Hilberg cuenta las dificultades alemanas a la hora de terminar con “el problema judío” en Francia y las reticencias de los gobernantes franceses a colaborar plenamente, pretendiendo incluso mantener a la policía francesa lejos de las deportaciones de judíos, algo que no lograron.

Esto no los exime de haber dirigido un gobierno colaboracionista que deportó a más de 75.000 judíos, pero también explica que se hayan podido salvar unos 225.000, es decir tres cuartas partes.

Es paradójico que frente a estos datos, Francia siga siendo considerada como uno de los países más colaboracionistas, a diferencia de otros como Bulgaria, que cuenta con el aplauso internacional por haber salvado a la totalidad de los judíos búlgaros. Algo cierto, pero igual de cierto es que fueron los búlgaros quienes sí llevaron a cabo la deportación de todos los judíos de Macedonia y Tracia, bajo su administración.

Sin embargo, al margen de matizaciones históricas, a las pocas horas de la masacre de Toulouse, todos los medios de comunicación se abrazaban a una sola línea investigativa que apuntaba a un neo-nazi como autor, y gran parte de los análisis y los comentarios indignados de las redes sociales descargaban su furia contra Francia.

Pero el asesino no resultó ser un neo-nazi, sino un yihadista. Y esto complica aún más la ecuación.

Si el asesino hubiera sido un nazi, hubiera sido más fácil. Nadie en su sano juicio se atrevería a justificar su acción, lo denunciarían izquierdas, centros y derechas. Recurrir a Vichy es fácil. Sin embargo ¿a quién acusamos cuando es yihad? ¿Y qué ocurre cuando el asesino inventa una excusa como la de la causa palestina? Ahí, las voces de denuncia se dispersan y se buscan justificaciones modernas. Los mismos medios que iniciaban en Dreyfus una horrorosa línea cuya representación moderna era Toulouse, esos mismos medios no reflexionaban acerca de su participación a la hora de demonizar a Israel. En algunos artículos, incluso, en un perverso retrueque intelectual, el propio Israel, como representante de los judíos, fue acusado de fomentar ese antisemitismo. La víctima como culpable de su agresión.

La necesidad de simplificar la historia puede ser un serio problema, especialmente cuando intentamos aplicar los mismos parámetros a la actualidad. Lo sucedido en Toulouse no debería servir para que todos los dedos acusadores mediáticos apunten hacia Francia, sino para que esos mismos formadores de opinión intenten ir más allá y se asomen a descubrir cuál es su responsabilidad a la hora de criminalizar a un Estado y a lo que éste representa.

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