Mi querida Embajada de Israel

Anochecía en Jerusalem cuando entramos de regreso a casa. Volvíamos de ver crecer, ilusionados, nuestra casita en construcción. Mariel con su panza de 9 meses, ya a punto de convertirnos en papá y mamá. Como todos los días, prendí el televisor para no perderme el informativo del Canal 1 de TV, el único de Israel, que empezaría en un rato. Las imágenes que el televisor empezó a disparar sin preaviso eran prematuras, desordenadas, caóticas. Se veía destrucción, heridos, la cámara deambulaba confusa, a los tumbos, como extraviada. Aún sin sonido en vivo, sin subtítulos y sin comentarios que arrojaran luz sobre lo que veíamos, en esos primeros minutos interminables la mente hacía esfuerzos denodados por contextualizar, por entender de qué se trataba todo ese desastre. ¿Sería acaso un terremoto? ¿Un bombardeo? Un atentado no figuraba ni remotamente entre las opciones, jamás hasta ese momento había ocurrido un ataque suicida en Israel. ¿De dónde provenían esas escenas apocalípticas? Sin duda, esas ruinas no quedaban en Israel. Y entonces, ¿porqué sentía esa inexplicable sensación de déjà vu? ¿Y porqué todo me resultaba tan angustiosamente conocido? Los minutos de incertidumbre se estiraron hasta la desesperación, hasta que de pronto quedé como petrificado y boquiabierto: la cámara se había detenido ante las inconfundibles arcadas del convento de calle Arroyo al 900, enfrente a la Embajada de Israel en Buenos Aires, que había visto día tras día cuando trabajé allí 5 años antes. Me dejé desplomar sobre una silla mientras las escenas se acomodaban vertiginosamente en mi cabeza: acababa de entender que ese día, el 17 de marzo de 1992, habían volado a mi Embajada.

Las imágenes y los recuerdos me inundaron a raudales. El viejo y majestuoso petit-hotel de Suipacha y Arroyo, mi primer lugar de trabajo teniendo yo 20 años, había sido hecho añicos, víctima de un atentado. Las majestuosas escaleras de mármol, la gigantesca Menorá reconstrucción de la del Templo de Jerusalem, la sala de recepciones totalmente revestida en madera, en la que agasajamos a Ofra Jaza en su visita a la Argentina y en donde el Embajador Efraim Tarí hizo un brindis en mi honor el día que me vine a vivir a Israel; todo ese esplendor reducido a escombros por terroristas. Sentí un nudo en la garganta al recordar a mis compañeros de trabajo, mis amigos, tanta gente conocida: ¿qué habría sido de cada uno de ellos? Se me apretujó el estómago al rememorar las rondas que yo mismo hacía varias veces al día alrededor de la Embajada, para cerciorarme que no habían estacionado autos sospechosos o para descartar la existencia de explosivos. "¡¿Quién se vendría hasta la lejana Buenos Aires para atentar contra nosotros?!", pensaba yo ingenuamente en aquellos tiempos. La mente me trabajaba a toda velocidad: si no hubiese hecho aliá y hubiera seguido trabajando en la seguridad de la Embajada, ¿habría sospechado de la ausencia de los policías apostados de rutina enfrente a la Embajada, que justo ese día faltaron al trabajo? ¿Habría conseguido ahuyentar a la camioneta Ford que explotó cargada de explosivos? De haber seguido trabajando allí, ¿me habría muerto?

El tiempo pasó sin que la investigación ni la instrucción llegasen a ningún lado, hasta que dos años y cuatro meses más tarde sobrevino otro atentado en Buenos Aires, mucho más sangriento aún en materia de vidas segadas. ¿Es que cabían dudas? Me acuerdo cuando me enteré de la explosión en la AMIA y yo no paraba de decir, como en trance: "¡Yo sabía, yo sabía!". Si alguien pensó que un segundo megaatentado en Argentina impulsaría esta vez una investigación profunda y exhaustiva de ambos crímenes hasta las últimas consecuencias, bien pronto quedó desmentido. Peor aún: si del atentado a la AMIA se esclarecieron aunque sea los nombres de los perpetradores y se dilucidó el hilo de la trama, del atentado a la Embajada ni eso ni mucho menos. Hasta solo 22 de los 29 muertos fueron identificados. El atentado a la Embajada terminó pasando a un segundo plano, como si le faltasen relaciones públicas o sufriera de mala reputación.

Cuando fui diplomático en Montevideo, decenas de veces me tocó ir a la nueva Embajada, la de Avenida de Mayo. Nunca fue lo mismo. Sentí como una falta de respeto el comparar siquiera entre aquel orgulloso palacete señorial con las oficinas banales de la nueva Embajada. Las piernas siempre me llevaron por las calles conocidas rumbo a Recoleta, como esperando que al final de la curva de calle Arroyo reapareciera milagrosamente aquella vieja amiga, como el ave fénix, que resultó ser siempre una quimera. La plaza seca erigida en el solar me hace sentir tan hueco y vacío como quedó ese predio. Y ese lote tan pequeño... como si la explosión hubiese hasta encogido el terreno. Los 7 muertos sin nombre en el monolito siempre me causaron una mezcla intolerable de indignación y humillación.

Nada sustancial sucedió en estos veinte años transcurridos. ¡Veinte años! Aparte de los mojones y los maceteros que señalan con el dedo a las instituciones judías desde entonces, absolutamente nada se hizo para prevenir un hipotético tercer atentado. Si sucede o no, eso queda a total arbitrio de los terroristas. Yo pensaba que abandonar la seguridad y la soberanía a la voluntad de unos asesinos significaba claudicar ante el terror.

No nos equivoquemos: el tiempo no cura ni cicatriza las heridas, mientras estas sigan supurando y sangrando igual que en el momento del atentado. Solo la investigación, el esclarecimiento, las conclusiones sacadas y la lección aprendida; el escarmiento, la justicia y el castigo de todos los involucrados: solo todo eso podrá hacer que el correr del tiempo se convierta algún día en un bálsamo para quienes sufrimos de alguna manera u otra la barbarie del atentado contra la Embajada de Israel en Buenos Aires. Hasta tanto eso no ocurra, las agujas de muchos relojes seguirán clavadas a las 14:45 de aquel aciago 17 de marzo de 1992.

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