Woody Allen: una Reivindicación.

Elisa Martín Ortega, El País de Madrid, 14 de diciembre de 2018

Woody Allen ha desaparecido. Condenado al ostracismo tras las acusaciones de abuso por parte de su hija adoptiva Dylan Farrow, repudiado por muchos de los actores que han trabajado con él y gran parte de la opinión pública, el director ha caído completamente en desgracia; parece que su última película ni siquiera llegará a estrenarse y que es muy poco probable que encuentre el modo de hacer ninguna otra. Habrá quienes piensen que nuestro mundo así es un poco más justo. Yo, quizá llevada por mis debilidades, no puedo dejar de sentir que he perdido algo. Y querría expresar eso que he perdido en términos de gratitud.

Cuando era adolescente fantaseaba a menudo con la idea de escribir una carta a Woody Allen. Pero mi escaso conocimiento del inglés me disuadió una y otra vez de hacerlo. Quería decirle algo tan sencillo, o tan absurdo viniendo de una chica de dieciséis años, como que era mi alter ego, y que estaba segura de que no habría nunca nadie en el mundo que me entendiera mejor que él. En mi vida de adolescente incomprendida, una realidad de la que –estaba convencida– sólo podría salvarme una conversación con Woody Allen, sus películas se convirtieron en un talismán y una obsesión. Cuando las descubrí empecé a afirmar, ante la hilaridad de todos los miembros de mi familia, que Woody Allen era el hombre más atractivo que había visto nunca, de una belleza inigualable. Después aquel amour fou tomó la forma de una profunda identificación. Me fascinaba el personaje neurótico atormentado con un maravilloso sentido del humor. Porque podía reírse de lo que a mí también me pasaba, porque me ofrecía un espejo para reírme de mí misma.

No es fácil ser una adolescente envuelta a menudo en una profunda angustia vital. Yo tendía a vivir mis obsesiones como un signo patológico que debía arrancar y desterrar de mi existencia; como un fracaso, a fin de cuentas, de mí misma. Gracias a mi encuentro con Woody Allen les pude conferir una nueva forma de dignidad. Quizá mis frecuentes visitas a Urgencias aquejada de enfermedades imaginarias, acompañadas a menudo de acusaciones de exageración o fingimiento, o los escalofríos de angustia que a veces me recorrían el cuerpo, no fueran sólo expresión de un desecho humano, de una inclinación enfermiza de la que me debía despojar a cualquier precio. Resulta que había alguien que había sido capaz de convertir esas mismas penurias en una obra de arte. Aquello me confería una esperanza y una forma de conexión conmigo misma cuyo valor sólo he podido apreciar en toda su magnitud con el paso del tiempo.

Me sorprendían sobre todo los detalles: como cuando, en Días de radio, el niño protagonista se sume en una profunda pesadumbre que le paraliza al saber que las galaxias se están separando muy rápido en el Universo. Era prodigioso que aparecieran en aquellas películas detalles íntimos de mi vida, ¡aparentemente irrelevantes!, ¿pero no son esas pequeñeces las que mejor nos definen?, ¿y cómo un hombre mucho mayor que yo, que vivía al otro lado del Atlántico y al que seguramente nunca conocería, podía retratar así mis pensamientos más inconfesables?

Un día de octubre, al poco tiempo de llegar a estudiar a París, con veinte años; un día en que me encontraba inmersa en una crisis hipocondríaca que me hacía creer realmente que aquellas eran mis últimas horas de vida, salí a caminar al borde de la desesperación, y encontré por casualidad un cine en el que ponían una película de Woody Allen que yo no había visto: Hannah y sus hermanas. Entré y me encontré cuerpo a cuerpo con un personaje que teme sufrir un tumor cerebral, se sume en el pánico, y finalmente sale pegando saltos de alegría del hospital cuando le dicen que no tiene nada grave. Pero también con otro personaje que le regala a la mujer a la que quiere seducir un libro pidiéndole que lea un poema en concreto, un poema de amor de ee cummings que acaba diciendo: “nadie, ni siquiera la lluvia / tiene manos tan pequeñas”. Aquellos versos se quedaron en mí y, muchos años más tarde, cuando nacieron mis hijos, mientras escribía mis propios poemas, me acompañaron como una verdad profunda y misteriosa. Esa tarde aciaga en París me pasé toda la película entre la risa y el llanto y, al terminar, sentí que Woody Allen me había salvado la vida. Sí, sé que parece una afirmación muy excesiva, pero es lo que tienen a veces las cosas del corazón, que resultan incomprensibles. Aquella mezcla de identificación humorística y poesía caló en mí tan hondo que no puedo evitar, cada vez que veo alguna escena de Hannah y sus hermanas, recordar con nostalgia que una vez me salvó, que hizo mi existencia un poco más soportable y más hermosa, pues si algo tienen los momentos de angustia es que son pura intensidad que desborda: todo lo que sucede hace mella en el interior, como si uno no tuviera piel, ya sea en forma de sufrimiento o conmoción.

Siguieron muchas otras películas pobladas de fantasías, como Otra mujer, en la que una escritora oye a través de un orificio de su despacho a la paciente de un psicoanalista. El deseo de escuchar, la transgresión, las palabras del otro que invaden con sus deseos la propia mente: todo ello girando en torno a la maternidad frustrada, la creación literaria y el paso del tiempo. Una y otra vez Woody Allen era capaz de penetrar en mi intimidad de una forma secreta y asombrosa.

En una ocasión, siendo aún bastante joven, vi una entrevista suya en la que afirmaba con ironía que él era un fracaso del psicoanálisis. Y pensé entonces que tenía que ir a un psicoanalista, porque era precisamente ese tipo de fracaso lo que yo necesitaba. No curarme, ni entenderme mejor, ni estar más tranquila, sino fracasar de aquella manera indescriptible en que fracasaba una y otra vez Woody Allen, volviendo siempre a los mismos lugares y siendo capaz de iluminarlos cada vez de un modo distinto.

En un mundo en que se valora el éxito por encima de todo, entendí el poder seductor del fracaso, la necesidad de vivir en la pérdida. Encontré un sentido de la dignidad en mis experiencias más estériles, más duras. Aprendí que es posible aunar el humor con la melancolía: que, de hecho, el humor es a menudo una forma de melancolía. Todo esto, a lo que seguramente se puede llegar de mil maneras, yo se lo tengo que agradecer a Woody Allen. Por ello, desde mi presente de mujer feminista, profesional, madre de dos niños pequeños, hago una petición, casi una súplica, creo que tan humilde como necesaria: por favor, quiero ver la última película de Woody Allen. Espero que ustedes lo entiendan.

Elisa Martín Ortega es profesora de Literatura en la Universidad Autónoma de Madrid y escritora.