PascuaS
La coincidencia de la Pascua cristiana y la judía este año ha puesto en mayor relevancia el vínculo entre una y otra. Desde algún programa radial y hasta la prédica del Cardenal Sturla en la Catedral Metropolitana de Montevideo, ha sido casi ineludible hacer referencia a este asunto. Tal vez no se trate sólo de una coincidencia de calendario, cosa que es frecuente, sino a una creciente noción de que, si bien no conmemoran lo mismo, ambas tienen características comunes. En este afán vinculante subyace seguramente la iniciativa del Concilio Vaticano II de abrir las puertas de la Iglesia Católica, asomarse a las otras religiones, y sobre todo a la judía, de la cual ella misma se había desprendido veinte siglos atrás. Cuando en 2015 el Papa Francisco habló de los judíos como sus “hermanos mayores”, dio el puntazo final a una trama tejida largamente. Da la impresión que el nudo ha quedado firme para siempre.
Se ha destacado como lo común a ambas Pascuas la capacidad de renacer, tal vez bajo la influencia de la resurrección de Jesús, pilar fundacional de la religión cristiana. Los judíos celebramos la salida de la esclavitud de Egipto (Mitzraim en hebreo, literalmente “estrecheces”) a la libertad; la lectura cristiana tiende a ver esto como un renacimiento. Incluso Joseph Campbell, en su libro “Mitos Occidentales”, hace referencia al paso del “Mar Rojo” como un mito clásico y genérico de renacimiento; lo cual, por cierto, no es discutible. Sin embargo la Pascua judía celebra muy precisa y exactamente la noche previa a la partida de Egipto: la noche pascual judía tiene que ver con el sacrificio de un cordero a dios en reconocimiento de sus milagros y señales por las cuales fuimos liberados. Pascua viene de “pasaj”, salteó, porque esa noche dios consumó la décima plaga, la muerte de los primogénitos, pero sólo los egipcios; a los hijos de Israel los “salteó”. Los relatos del Mar Rojo y la travesía del desierto, así como la epifanía a los pies del Monte Sinaí, no son parte de la Pascua, sino de la Torá en el libro de Éxodo. La Pascua judía es acerca de la salvación.
Muchos judíos se sienten incómodos con varios elementos vinculados a nuestra Pascua: nuestra singularización entre otros pueblos (“pueblo elegido”), la muerte de los primogénitos egipcios, y sobre todo con la tenaz insistencia de trasmisión milenaria de estos acontecimientos. Después de todo, la ceremonia del Seder puede resumirse en tres elementos, como lo señaló el rabino Gamliel en el siglo I EC: pesaj (sacrificio pascual), matzá (panes ácimos), y maror (hierbas amargas). En suma, se trata de vivenciar la unicidad de aquella, ésta noche. ¿Qué ha cambiado esta noche de todas las noches?, preguntan los pequeños.
Por suerte para muchos los rituales de Pesaj se disuelven en los aromas del pescado, la sopa, y el pollo, y en nuestro afán de avanzar hacia el banquete festivo vamos dejando atrás pasajes y detalles que mucho aportarían, si los leyéramos. Cada tanto algún comensal sugiere un nuevo ritual o una nueva lectura de un viejo texto; así nos hemos venido refundando los judíos generación tras generación: en cada generación debe cada uno verse a sí mismo como si él fue liberado de Egipto. Sin embargo, el sacrificio, el pan de la aflicción, y las hierbas amargas están presentes a lo largo de toda la noche, aun cuando cantamos “el año próximo en Jerusalém”, y desde hace setenta años el “Hatikva”, el himno nacional del Estado de Israel. Porque nadie puede negar que la libertad tiene un precio. Ser judío y vivir como tal supone, por sobre todo, tener siempre presente que fuimos esclavos en la tierra de Egipto. La Pascua no es sólo fundacional, es también un acto moral que nos mandata.
Volviendo al tema de las coincidencias, me gustaría proponer que el siglo I EC, concretamente los cien años desde la muerte de Jesús hasta la rebelión de Bar-Kojbá (30/33 a 135 EC) son años de coincidencias a la vez que de grandes divergencias, el momento donde las aguas se parten para siempre. La historia judía y la cristiana están llenas de historias de individuos y colectivos que se sacrificaron en pos de sus ideas y creencias. Si el siglo comienza con la muerte de Jesús, finaliza nada menos que con la destrucción de Jerusalém como ciudad judía y como centro de la vida judía. Entre tanto había caído el Templo en 70 EC y Massada en 73 EC, el rabino Saúl de Tarso, convertido por su fe en el apóstol Pablo, y el propio apóstol Pedro, como tantos otros seguidores de Jesús como Cristo, mueren en tanto predican sus verdades. No faltan elementos para denominarlo un siglo pascual, un siglo de sacrificios. No obstante, de ese tiempo casi bautismal surgirá no sólo la religión cristiana sino que primará y crecerá el judaísmo rabínico, que nos depositará en las puertas de la emancipación casi veinte siglos más tarde.
Tal vez visualizar las coincidencias de las Pascuas sea una buena manera de reparar las injusticias, los crímenes, y la sangre derramada en aras de verdades absolutas y absolutistas. Tal vez la prédica del amor atribuida a Jesús de Nazaret encuentre ahora el eco adecuado en las catedrales construidas en su nombre. Porque si en la liberación hebrea de Egipto hubo sacrificados, la historia del cristianismo tampoco está exenta de ellos. Las Pascuas conmemoran nuestra fundación, nuestra razón de ser, y nuestro propósito. Los matices están en dónde cada cual, judíos y cristianos, ponemos la esperanza.