Estos escombros fueron el hogar de mi infancia

Gideon Levy, Haaretz 19 de agosto de 2022

Podría haber sido en Rafah, Aleppo o Mariupol, pero sucedió esta semana en Tel Aviv. El hogar en el que crecí, que fue mi mundo entero durante los primeros 20 años de mi vida y contenía todos mis recuerdos de la infancia, se convirtió en un montón de escombros. Mi corazón latía con fuerza, incluso antes de entrar en la calle. Sabía lo que me esperaba, pero nada me había preparado para lo que vi. Un agujero, una herida, un espacio. Ningún edificio.

Una excavadora Caterpillar 330F estaba sobre el montículo de escombros, su pala de excavación en lo alto como una imagen particularmente arrogante de victoria. Trabajadores palestinos rociaban agua en la base de la pila de escombros, que al principio de la semana seguía siendo una residencia. El capataz del sitio dijo que 20 camiones cargados de escombros ya habían sido retirados; sin embargo, el montículo todavía era alto. Quise decirle que ni siquiera 2.000 camiones podían llevarse todo lo que una vez había estado aquí.

Este era el último adiós. No quedan signos de vida en la pila de escombros; sólo una puerta que una vez fue verde, agujereada como un colador. ¿Sería la de Miriam Felner, nuestra vecina de al lado? Era una superviviente del Holocausto de Hungría, afligida y sin hijos. Pasaba horas en su puerta, revisándola una y otra vez para asegurarse de que estaba cerrada con llave. La abría, la cerraba, la empujaba, bajaba las escaleras y volvía a subir. Nunca tuve el valor de preguntarle: “¿Qué le pasa, Sra. Felner?” Su puerta estaba llena de agujeros debido a sus constantes comprobaciones de la cerradura, pero es poco probable que sea la que está ahora en la pila de escombros.

La pequeña casilla del lechero en las profundidades del patio trasero, donde estacionaba su triciclo de reparto por la noche, también había sido borrada de la faz de la tierra. Al igual que la canilla del patio trasero que utilizábamos para lavar nuestro primer automóvil, comprado con el dinero de las reparaciones de Alemania. Y con ella, la llave secreta de la canilla, que el propietario del edificio, el Sr. Sarna, escondía en su pequeño depósito.

No pude ver el primer aparato de aire acondicionado que compraron mis padres, que usaban solo cuando había visitas, en medio de toda la chatarra. Hasta hace poco, ese aire acondicionado todavía estaba en la pared de la sala de estar, tal vez como un memorial. También se había cortado el cinamomo, cuyos frutos arrojábamos a los transeúntes. Sólo asomaba su tocón.

La Sra. Zaroni, que había sobrevivido al desastre de Ma’agan de 1954 y a quien se le había amputado las piernas, ya no se sienta en su balcón. Tampoco Meir se sienta en su tienda de comestibles, que estaba junto a lo de los Zaroni, haciendo cálculos en idish con la ayuda del lápiz que siempre estaba detrás de su oreja.

La Sra. Larich ya no pide que Yakob (sí, con una “b”) regrese de su taller metalúrgico en el 5 de la calle Shtand, dos puertas más abajo, para almorzar. Lady, la perra de los Segal, ya no ladra como una lunática; la esposa del jazán del número 7 ya no le sirve la cena en su balcón, un piso por debajo de los Gluzer, con cuya hija Mijal me gustaba comer Shalva, arroz inflado endulzado.

La luz amarillenta de los faroles de la calle ya no ilumina al taxista quien, en todas las noches de invierno, envolvía el motor de su coche en una manta de lana para que no se enfriara. Nadie me enviará nunca más a lo de Kali, en la plaza, para traerles a mis padres “100 gramos, de molido fino, por una lira 10”, o a mis abuelos, ligeramente más ricos, “100 gramos, de molido medio, por una lira 40”.

Los gritos de “pepene dulce” ya no resuenan desde el carrito de las sandías; los gritos de “sabras fríos” ya no llegan desde el carrito de sabras; el jorobado recolector de botellas ya no grita “bakim, bakim”, con su bolsa a la espalda. Y el afilador de cuchillos haredí con su larga túnica, que empujaba sus herramientas en un carro, ya no llama en idish, “Allo, scheran schleifen” (Hola, se afilan tijeras).

Mi madre ya no se limita a su ración de medio cigarrillo antes de su llamada telefónica diaria con una de sus amigas; mi padre ya no se envuelve la cabeza con una redecilla después de ducharse y antes de ver la televisión en el balcón. El barrendero eritreo, que ni siquiera había nacido cuando todo esto pasó aquí, ahora está limpiando el polvo de los escombros de la calle. “Dos días más y todo habrá terminado”, dijo el capataz del sitio. “Empezaremos por cavar cuatro plantas debajo del suelo”. Los nuevos apartamentos construidos aquí costarán 70.000 shekel (21.500 dólares) por metro cuadrado.

Traducción: Daniel Rosenthal