Hechos, Palabras, Verdad.
El evento en torno a la familia Oz sumado otros sucesos mediáticos me ha llevado a (volver a) pensar en cómo se construye una historia. No el artificio que supone una obra de ficción o poesía donde, en algún punto, prevalece la elección del autor; sino la historia auto-generada desde la realidad, cualquiera sea. Porque si se puede convenir una historia, reconozcamos que ésta dejó de ser real y pasó a ser ficción. Todo lo que organizamos es arte, pero al mismo tiempo es el único instrumento que tenemos para comunicarnos; la pregunta es cuándo es arte y cuándo es chisme.
El inesperado atravesamiento de Galia Oz en el legado de su padre Amos Oz, involucrando a su madre, su hermano, y en forma notoriamente menos explícita a su hermana Fania, abrió heridas irreparables no sólo en esa familia, sino en los lectores de la obra de Oz. Probablemente las heridas, en los lectores, pero no en la familia, cicatricen y en definitiva no lastimen la obra literaria, porque esta excede a la persona, como toda gran obra; pero no podremos evitar leerla con cierta predisposición por saber qué se refleja en ella de las acusaciones de su hija. Usando las palabras del autor en su capítulo 5 de “Historia de Amor y Oscuridad”, estaremos buscando “en el terreno que está entre lo escrito y el escritor,” en lugar de buscar “en el que está entre lo escrito y el lector.” Esto convierte una gran obra en morbo.
Oz abre el capítulo 6 con la siguiente frase: “A menudo los hechos amenazan a la verdad.” Que “el Levante está lleno de microbios”, sentencia de la abuela Shlomit apenas baja del barco en Palestina, la lleva a la muerte. “Su ataque al corazón fue un hecho. Pero la verdad es que mi abuela murió de tanta limpieza no de un ataque al corazón. Los hechos tienden a ocultarnos la verdad.” Digámoslo de otra manera: narrar hechos como tales, supuestamente objetivos (en oposición a opiniones), no supone que sean verídicos. Es un recurso del lenguaje, tan retórico como Aristóteles.
El reciente “documental” que puede verse en HBO en los cables de Uruguay, “Allen Vs Farrow”, es una suma de hechos presentados como verdades por los protagonistas y otros testigos aparentemente confiables. No son opiniones, son hechos: hizo tal cosa, se comportó de tal otra, era así o asá. ¿Dónde está la verdad? ¿Cómo reconstruimos la verdad en hechos que sucedieron hace treinta años? El film hace uso de la filmografía de Allen para sugerir que las obsesiones que aparecen en su obra reflejan “la verdad”. Al decir de Oz, el documental se mete entre el autor y su obra; en lo personal, prefiero quedarme en mi propio espacio entre la obra y yo. Reconozco que ver a Mariel Hemingway en “Manhattan” a la luz de “Allen Vs Farrow” es inquietante, pero no tiraré por la borda mis cuarenta años de admiración por esa película, para mí una de las joyas de Allen.
Sin ser admirador de Michael Jackson, cuando salió el “documental” “Leaving Neverland” tuve la misma sensación de “hechos” devenidos “verdades”. Todo el montaje es inverosímil. No porque Jackson no hubiera sido un abusador de menores, sino por la expresa manipulación de los hechos como verdades y con intereses económicos. Tanto “Neverland” como “Allen Vs Farrow” pecan de la misma presunción: que hechos son verdades, cuando en realidad “la verdad” excede los hechos y saberla supone trabajos más exhaustivos, científicos, y rigurosos que la mera enumeración de anécdotas. Desconozco si el documental afectó la popularidad o las ventas de la obra de Jackson, o si lo hará con Allen o con Oz, pero no es el punto que me compele a escribir. El punto es con qué libertad construimos una historia en base a los hechos que contamos y con qué facilidad el público, el “lector” al que hace referencia Oz, está dispuesto a consumirlo. No como ficción, sino como verdad.
Por si no fuera suficiente, esta nueva forma de narrativa llamada redes sociales, multimedia, o cacofonía de información por todos los medios disponibles nos trae una versión de la realeza británica en el relato de la actriz devenida duquesa Meghan Markle. Por si no fuera suficiente con “The Crown” (mucho más rigurosa que “Oprah”), por si no alcanzara con revivir el drama en torno a Diana Spencer, ahora se nos dice, como un hecho, en una entrevista con la mayor entrevistadora de la televisión occidental, que la familia real británica es racista y además insensible a la vida interior de su más reciente miembro, que ventila sin vergüenza sus inclinaciones suicidas. Definitivamente, como en la historia de Diana Spencer (el paralelismo es obvio), “los hechos amenazan la verdad” (Oz).
Una obra de ficción, basada en hechos históricos y en datos biográficos, como “The Crown” o “Historia de Amor y Oscuridad” son aproximaciones serias, cuidadas, y sobre todo artísticas. Artísticas en su complejidad y ambigüedad; porque si no es ambiguo, no es realmente arte. Son obras de arte también porque en última instancia ellas mismas son su último objeto: la experiencia de ver la serie o leer la novela es más rica y compleja que la chismografía sobre la cual están construidas. No es comparable ver “Manhattan” con la sórdida, básica, y manipuladora versión de Dylan Farrow; aunque estén hablando de lo mismo.
Por todo esto, y en especial en estos tiempos y los que vendrán, más vale cuidarse de confundir el arte con los artistas, los hechos con la verdad, y el terreno que como lectores o espectadores nos toca ocupar: estrictamente entre la obra y nosotros mismos. Todo lo demás es comentario.