Comunidad y después.
La demanda de la opinión pública judía en Uruguay ha sido siempre de mayor eficiencia en el manejo de los recursos. Es una demanda tan vieja como frustrante, porque si bien ha habido modestos logros, estos han obedecido a falta de alternativas. Somos una “colectividad” dividida e ineficiente, pero también plural y diversa. Cada vez somos menos, pero no conseguimos achicar las estructuras en forma acorde. Ser y/o vivir como judío no sólo es una demanda económica, también es una fuente de conflicto. Prevalece una cierta neurosis (véase Woody Allen) que impide la coherencia.
Es un círculo vicioso: queremos ser “uno” (cuando lo único unitario en el judaísmo es Dios) pero nos negamos a claudicar en nuestras creencias, principios, e ideologías. Intentamos ser pragmáticos frente a las crisis, pero ni siquiera eso termina en unidad, sino en una dinámica fisipara: surgen nuevos proyectos “no comunitarios” que rápidamente se institucionalizan y se suman al ya pesado bagaje. El impulso no mide los medios pero justifica el fin. El fin se convierte, cuando pasa la crisis, en un lastre.
Tradicional e históricamente la comunidad judía se organizó alrededor de sus difuntos y de sus necesitados, al tiempo que surgían las sinagogas, los centros educativos, y la vida cultural. Más allá del proceso histórico, exhaustivamente documentado, la vida comunitaria quedó centrada en las cuatro comunidades fundacionales, que se hicieron cargo de todos los aspectos de la vida judía, y en las escuelas y movimientos juveniles, con todas sus transformaciones. Las sinagogas, barriales o céntricas, atendían las diferentes modalidades de rezo de cada judío. Nadie nunca habló de unificar sinagogas, sino de unificar instituciones; las sinagogas fueron cerrando solas.
Con el correr de los años los judíos de Uruguay nos redujimos a un tercio de lo que fuimos; no así las instituciones. En consonancia con los tiempos, muchas de las tareas y obligaciones de las comunidades pasaron a una atención específica y especializada: el ejemplo más claro es la Fundación Tzedaká producto de la “nueva pobreza” del año 2002. Otro fenómeno ejemplar es el desarrollo y crecimiento de lo que se llamaba “el Asilo” y hoy es el Hogar de Padres. Así como en un momento surgió la necesidad de un organismo político paraguas para toda la comunidad, el CCIU, estos viejos proyectos surgieron o se transformaron.
Bnei Brit en Uruguay mantuvo durante décadas su autonomía, sus valores, sus cometidos en Ayuda Social y Relaciones Humanas; la Organización Sionista canalizó las inquietudes de los partidos políticos israelíes y el apoyo al proyecto sionista; WIZO lideró proyectos de mucha sensibilidad social; otras Fundaciones fueron fundamentales en el apoyo al nuevo Estado. Todas ellas tenían razón de existir. La realidad hoy es que en su mayoría resulta difícil sumar voluntarios y muchas veces algunas instituciones quedan en manos de unos pocos individuos, lo que en el largo plazo sentencia su razón de ser.
La vida judía entendida como un continuo integrado hoy está en las comunidades: la Kehilá, la NCI, y CISU. Ellas, se supone, deben atender TODOS los aspectos de la vida judía uruguaya. Son el centro del judaísmo uruguayo. Son las únicas que entierran a los difuntos, pero también son las que deben responder en cualquier otro asunto cuando se generan vacíos. Sin embargo, son percibidas como grandes burocracias ineficientes; cuando hoy son todo lo contrario, matices más o menos. Paradójicamente, las comunidades son las que tienen mayor dificultad de recaudación: desde aumentar su masa social (la mayoría de los judíos no está afiliado a ninguna; es más: ni entiende por qué debería estarlo) a recibir más y mejores donaciones.
Alrededor de este centro todavía percibido como obsoleto (si nos cabe duda, preguntemos a la juventud) están las instituciones que yo denomino “específicas”: las que hacen obra social, las que hacen relaciones públicas (lobby), la que atiende la vejez, las que atienden la vida espiritual (sinagogas), las que atienden Israel (más lobby), y un par de fundaciones recaudadoras. Todos sus cometidos son loables, pero ninguno supone abarcar todas las etapas de la vida de un judío ni llenar los vacíos que se generen. Por su fin específico, su capacidad recaudatoria es mucho mayor en unas que en otras. Repartimos los mismos recursos ad infinitum. Pero los recursos son finitos.
Las escuelas y movimientos juveniles son un tema aparte porque atienden a los hijos y nietos, eso que siempre llamamos “el futuro”. Ironías aparte, son la principal fuente de futuros dirigentes. Si las ideologías no permean demasiado, serán dirigentes pragmáticos, profundamente judíos y sionistas, acostumbrados a una vida en comunidad en disenso y respeto mutuo. No es poco, son valores escasos en muchos otros ambientes.
Alguna Tnuá es más aislacionista, alguna es más elitista, otra más humanista, la otra más dogmática, pero al final del día están alineadas. De las escuelas, una apostó a sumar judíos mientras la otra se apuntala en la sinagoga que supo crear, al tiempo que intenta mantener una educación religiosa. Con el correr de los años, el proyecto rabínico parece haber prevalecido sobre el proyecto educativo.
Dado este panorama tal como yo lo percibo, está clara la eventual amenaza futura: el debilitamiento del centro de la vida comunitaria. Judaísmo es judaísmo, no es la suma de sus partes; es una identidad, una historia que elegimos, una forma de vida completa y coherente. No hablo de religiosidad, eso es asunto de los religiosos; hablo de saberse cabalmente judío. Por supuesto, en épocas de crisis como la actual esto es, tristemente, más “fácil”; hablo de la vida más o menos cotidiana: la que atienden las comunidades.
Este tiempo de crisis judía global ha desnudado algunas carencias en el ámbito comunitario, que son fácilmente reparables. Lo más grave es que ha dado nuevo impulso a acciones aisladas de algunos, supuestamente en beneficio de todos. Iniciativas canalizadas en forma espontánea cuando hay gente, profesionales y voluntarios, dedicados a estos asuntos 24/7, años tras año, en crisis o en paz. Cuando esta marea pase habrá dejado el sedimento de más estructura, más exigencias en rubros especialmente delicados, y nuevos protagonistas con voz y credenciales pero sin la experiencia ni la paciencia ni la sabiduría que dan los años de trabajo y tejido comunitario.
Las organizaciones judías con fines específicos que existen hoy han encontrado su forma de sostenerse, tanto su legado como su viabilidad. La cuestión es cuántas organizaciones más pueden sostener unos ocho mil judíos “comunitarios”. La centralidad de las comunidades no es sólo histórica, es actual: al final del día, los pequeños y grandes temas de la vida judía se resuelven allí. Ellas son las que sostienen el paraguas cuando arrecia la tormenta. Las iniciativas aisladas sin coordinación y apoyo, por nobles que sean, suman en el momento y restan para el futuro. Porque, probablemente más tarde que temprano y por terrible que es, también esto pasará y la vida judía seguirá su curso. Y no precisamente en la clandestinidad.