44, 61, y Contando…
Al momento de escribir estas líneas son cuarenta y cuatro días de guerra y sesenta y un soldados muertos en batalla. Ya son más los muertos que los días de guerra. No quiero ni pensar en qué significa esta estadística. Números son números, y algunos precisan eso, datos.
Yo preciso palabras pero la verdad es que encuentro muy poca gente con quién dialogar. La “conversación judía” de la cual soy parte no me satisface. Si bien la guerra en Gaza se ha globalizado, antisemitismo desatado mediante, hay una enorme distancia entre allí y aquí, entre muertos en combate y acciones simbólicas.
Con todo su éxito mediático, la guerra no es contra “Rogelio Aguas” (RW) sino existencial.
Escuché recientemente el concepto de un “momento Entebbe”, una operación relámpago con mínimas bajas que libere a los rehenes y elimine a los terroristas; este no es un “momento Entebbe” sino todo lo contrario.
Algunos comparan este momento con Iom Kipur 1973 por su sorpresa al iniciarse en un día consagrado (Simjat Torá); otros, y me incluyo, lo están visualizando más como Guerra del Líbano de 1982. La diferencia es que en aquella oportunidad Israel atacó antes que el daño fuera catastrófico, como fue el pasado Oct7. Israel quedó empantanado en Líbano; es muy probable que esta vez Israel quede hundido en las arenas de Gaza.
Ya durante la campaña “Margen Protector” en 2014 aprendimos que las consecuencias antisemitas pueden tener un desenlace fatal un buen tiempo después.
Escribe Borensztein en su brillante e ingeniosa columna en Clarín del 18 de noviembre: cada antisemita debe tener su espacio. El antisemita asesino, en especial, también. Porque resiste las redes, el repudio, la condena, todo lo que sea signo. Cuando actúa, ya es demasiado tarde.
Sucedió en Buenos Aires, Argentina, en 1994; en Paysandú, Uruguay, en 2016; sucedió en la Frontera de Gaza, Israel, en 2023. Debemos hacernos a la idea de que esto va para largo.
El golpe recibido en Oct7 es existencial: 1400 muertos en doce horas no puede entenderse como un “atentado terrorista” sino como un ataque que encontró a Israel con la guardia baja. La invasión de Gaza en curso no es “un paseo en el parque” (a walk in the park) sino un recorrido por el infierno tan temido. Más de doscientos rehenes cuyo paradero y estado se desconoce, aunque se teme, no son un símbolo como Gilad Shalit o Ron Arad (una historia con final “feliz” y otra que nunca se cerró, respectivamente), sino un martirio.
Al tiempo que pelea esta guerra, el Estado de Israel todavía padece de su confrontación civil interna. Nada viene de la nada. Hay prioridades, pero pronto aparecerán otras. El liderazgo israelí está herido; la nación pelea en base a una “manada” (para quienes gustan de la simbología animal, feroz, leonina), pero la lucha por el liderazgo está latente y es inminente. Actuar según agendas ideológicas no trajo nada bueno en Israel, todo lo contrario.
En la comarca deberíamos aprender de los vicios que mostró nuestro Estado así como hemos aprendido, durante décadas, de sus virtudes. Eso supone sabernos liderados y simultáneamente alinearnos detrás de ese liderazgo. Supone escucharnos y acordar, discutir y resolver, y reconocernos unos a otros detrás de cada acción.
Tomo prestadas dos ideas de dos compañeros de camino a quienes respeto aun en la mayor o menor discrepancia: una, que una guerra supone un cierto grado, excepcional, de verticalismo en el uso de la autoridad legítimamente adquirida; dos, que las líneas paralelas que nunca se cruzan son las que permiten construir estructuras más complejas como cuadrados, cubos, o Estrellas de David.
Quien hace paz en sus alturas haga paz sobre nosotros, sobre todo Israel, y toda la Humanidad.