Volver & Estar

Durante mil ochocientos años no hubo sionistas, pero siempre hubo judíos. El privilegio de poder volver con absoluta libertad es un acontecimiento histórico cuya magnitud, dudo, esté bien aquilatada. Preguntemos a Yehuda Halevi o al propio Maimónides: en el primero, esta tierra fue su último destino; en el segundo, fue parte de su tránsito. Nadie volvía. Era epifanía, no realidad. Ver la costa iluminada como una sola gran metrópolis cuando el avión aterriza, en términos históricos, podría considerarse un espejismo. Sin embargo, es una certidumbre absoluta.

Llego a Israel una vez más. En esta semana parece culminar (ojalá así sea y sin mayores consecuencias) un largo período de dos meses de violencia que comenzó poco antes del Ramadán musulmán, las Pascuas cristiana y judía, atravesando el Día de Independencia de Israel (o su contracara palestina, la Nakba), y desembocando en el Día de la Unificación de Jerusalém en 1967. La semana próxima finalizará la cuenta del Omer: daría la impresión que el espíritu nacionalista de Lag Baomer, las loas a Bar-Kojba y sus huestes, tienen su versión moderna en esta “marcha de las banderas” (israelíes) instituida en Jerusalém, desafiante y provocadora si las hay.

He leído a varios respetados pensadores de la opinión pública judía para quienes este desfile nacionalista supone un conflicto; para mí es inequívocamente condenable. Si las imágenes no mienten, el simbolismo del día ha sido secuestrado por un sector político-religioso cuyo fanatismo ideológico pone a Israel, una y otra vez, al borde de la crisis y a los judíos del mundo al borde de un ataque de nervios intentando explicar lo inexplicable. Sí, Jerusalem fue unificada en 1967 y en lo personal no cambiaría en nada su status actual; pero dignamente sacrificaría su parte oriental si la Autoridad Palestina accediera a un Estado en paz y seguridad junto a mi Estado de Israel. ¿A santo de qué voy a restregar banderas en el rostro de mi vecino? No conozco Torá que diga tal cosa.

La realidad siempre es mucho más compleja que las ideologías. Por eso siempre prefiero políticos pragmáticos a políticos ideologizados. Ben-Gvir, el ascendente político fascista, como bien señala el Jerusalem Post en su editorial del viernes, no tiene responsabilidades; es un agitador. El peligro es que, si las encuestas se confirmaran, podría determinar, eventualmente, la formación de un gobierno. Bennet, que hoy no tiene siquiera los mandatos que las encuestas le dan a Ben-Gvir, se ha visto obligado, como Primer Ministro, al compromiso y la prudencia, al tiempo que ha autorizado que la “marcha de las banderas” pase por la puerta de Damasco, algo que Netanyahu prohibió.

Si todo esto parece confuso, es porque lo es. Israel es un país de contrastes, pero sobre todo de contradicciones. Hace años que dejó de ser aquel fenómeno uniforme y ashkenazí que los padres fundadores soñaron. Como escribiera el denostado y brillante Ari Shavit sobre su bisabuelo en su introducción a “Mi Tierra Prometida”, aquello de “no ver” a las minorías fue un error histórico de una generación, desde Ben-Gurión hasta Golda Meir: no sólo las fuerzas religiosas en toda su variedad crecieron y se tornaron relevantes políticamente (los jaredim que Ben-Gurion ignoró), sino que los palestinos que Golda Meir cuestionó en una famosa y difundida entrevista son hoy una realidad incontrastable. Sólo Ben-Gvir y sus secuaces piensan que pueden ser “desaparecidos”. Llegaron para quedarse, más allá de toda consideración histórica.

Este contexto puntual al que hemos arribado en esta oportunidad pone de manifiesto tanto el privilegio de poder volver como la complejidad del país al que tenemos el privilegio de volver. Entre tierra y país, yo me quedo con este último: imperfecto, amenazado, hostil, sufrido, pero real; la tierra de los mitos, las promesas, y el nacionalismo chauvinista, prefiero dejársela a los místicos y los imperialistas. La idea sionista resumida en el “Hatikva” es simple: ser un pueblo libre en nuestra tierra de Sión, Jerusalém. Esa profecía está cumplida. Aferrarse a ella no supone aferrarse a banderas u otros símbolos sacrosantos, sino asegurarse que siempre, y para siempre, un judío pueda llegar a estas orillas y encontrar un hogar.