Israel después de la pandemia

Con el sesenta por ciento de su población vacunada e inmunizada Israel parece volver a la normalidad. Ello supone una alta movilidad. Por lo menos al aire libre, la gente vuelve a verse las caras. Parecería que la pesadilla llamada allí “el Corona” ha pasado. Ojalá.

La “normalidad” también se ha manifestado en otras áreas de la realidad israelí; lo que la pandemia homogeneizó y sepultó durante un año, resurge como si fuera un volcán que entra en actividad. Nadie puede negar que allí en las profundidades mínimos movimientos o cambios generen temblores en la superficie. Así como la naturaleza tiene una forma vinculante de comportarse, los seres humanos también. Nada de lo acontecido esta semana en Israel es un suceso aislado. La diferencia es que se ha corrido el velo del Covid y ahora volvemos a ver la vieja normalidad.

Basta con leer la portada de un diario israelí, en este caso Haaretz en su versión en inglés: desde las negociaciones político-electorales para formar un nuevo gobierno o inevitablemente ir a una quinta elección en dos años, pasando por los disturbios en Jerusalém, y la nueva escalada de Hamas en el sur. Todos en sí mismo son fenómenos complejos, pero al mismo tiempo, como dijera Shakespeare en boca del Rey Lear, “nada viene de la nada”.

Siempre he sostenido que como judío no puedo justificar una presidencia de Donald Trump por más pro-Israel que haya sido (y vaya si lo fue); representa valores opuestos a los que entiendo debo defender. Sin embargo, no puedo ser ingenuo y pensar que su derrota a manos de Joe Biden no tendrá consecuencias en la región. Tal vez él no retire su embajada de Jerusalém, tal vez no desande los Acuerdos de Abraham; pero la inestabilidad ha vuelto y seguramente para quedarse. Joe Biden ha puesto a los EEUU otra vez en la conversación internacional, acuerdo con Irán incluido, y los palestinos leyeron las señales: hagan lo que hagan, seguirán siendo financiados. Su causa volverá a ser el comodín que Trump y Kushner habían quitado como variable del juego.

Al mismo tiempo, por primera vez en quince años, y aun con el éxito que supuso la vacunación en Israel (pero considerando un largo año de encierros, abuso de poder, y burdos manejos políticos en relación a este tema), es la primera vez que existen chances reales que Netanyahu no pueda formar gobierno y más chances aun de que, si él consiguiera formarlo, no fuera Primer Ministro. Él es hoy una suerte de Cristina Fernández de Kirschner en busca de su Alberto Fernández. Claramente, cualquiera será mejor interlocutor de Biden que Netanyahu. Si Obama tuvo poco que hablar con Netanyahu, debilitado como está hoy hay pocas chances de entenderse con Biden. Por lo tanto, no es casual que estemos siendo testigos de la irresistible caída de Bibi.

Sin embargo, el mapa político israelí cambió, más allá de Trump o Biden. En última instancia las elecciones siempre obedecen a razones internas, a los temas que le duelen a los votantes: si Netanyahu ganó tantas veces es porque garantizaba un nivel de seguridad y contención regional muy valiosa para el votante israelí, al tiempo que el desarrollo económico de Israel fue vertiginoso. Sin embargo, post-pandemia, las desigualdades sociales han volcado el voto hacia el centro, han hecho resurgir una moribunda izquierda, e incrementado el poder de la minoría árabe en detrimento de las otras minorías determinantes y con un poder desproporcionado para sus votos: los ultra-ortodoxos. Los propios desprendimientos del Likud y el afán de marcar los votos (como decimos en Uruguay) han fragmentado aun más el mapa político israelí. Rompecabezas difícil de resolver.

Así como por toda fisura entra la luz (la imagen es de Leonard Cohen), toda fisura puede dar lugar a extremismos oscurantistas. Itamar Ben-Gvir, elegido a la Kneset en las pasadas elecciones, representa el legado del extremista Meir Kahane; su plataforma: “desaparecer” a los palestinos y árabes israelíes pro-palestinos de la esfera y opinión pública de Israel. Tampoco es casual, entonces, que los disturbios de esta semana y los que todavía podrían suceder en las próximas, estén sucediendo precisamente ahora cuando este tipo de extremismos ocupa uno de ciento veinte escaños en el órgano más soberano de Israel, producto de alianzas políticas y esfuerzos por no perder privilegios e inmunidad. A eso debemos sumar las inminentes elecciones parlamentarias en la Autoridad Palestina donde Fatah podría perder ante Hamas; por eso Hamas escala en el sur y por eso las revueltas en Jerusalem sirven a unos y otros; Abbas podría usarlas como excusa para postergar una elección que puede perder.

Jerusalém ha sido siempre un caldo de cultivo de fanatismos de todo tipo en todos los tiempos y en todos los bandos; sólo el buen criterio y una cuota razonable de fuerza y poder mantiene un lugar así en orden. La prudencia de Moshé Dayan en 1967 cuando dio orden de no tocar el Monte del Templo es un patrón de medida adecuado para el manejo de la zona. Pero las erupciones de fanatismo, las provocaciones, y los intereses políticos (palestinos en este caso, pero en general de cualquier bando) ya han probado dar buena excusa para “explotarlo” todo.

Por todo ello, Israel sigue siendo complejo, diverso, pragmático, explosivo, e idealista; quien quiera simplificarlo no sólo se está perdiendo de entenderlo en toda su complejidad, sino de crecer intelectualmente. Después de la “luna de miel” que supuso el plan de vacunación “for export”, nuestra otra patria vuelve a ser el “melting pot”, el crisol donde nos realizamos como pueblo soberano y libre. Si la vacunación ha sido uno de sus momentos culminantes, no faltan los menos exitosos. Reconocer unos y otros y hacer lo posible por multiplicar los primeros y disminuir los segundos, esa es una dinámica judía que debemos reconocer y preservar.