La Saga

Siempre recuerdo, y cito, las palabras del Sofer Stam Sebastián Grinberg cuando, junto con la comunidad, escribió un Sefer Torá para NCI Montevideo. Dijo algo así: cada vez que vuelvo a escribir un Sefer Torá vuelvo a reencontrarme con esos personajes que son mucho más que mi tradición; son mi familia; y cada vez que los reencuentro, ellos y yo somos diferentes. De todo lo que dejó aquel largo proceso que nos comprometió a todos, yo me quedo con esa idea: los personajes bíblicos como parte indisoluble de nuestra identidad. No ya genéticamente, sino lo que Fania Oz-Zalsberger denominó una “genealogía de la palabra”.

Pasadas ya largamente las festividades de Tishrei (ya estamos en Kislev), habiendo comenzado nuevamente el ciclo anual de lectura de la Torá, y habiendo acometido una vez más el desafío de escribir algo sobre cada porción (parashá), no puedo no recordar la imagen que propuso entonces Sebastián; él como escriba, uno como lector. ¿Cuántas veces lee un judío medianamente comprometido las mismas historias, los mismos dramas, los mismos desenlaces, idénticos una y otra vez? La pregunta es retórica, el número no es relevante. Lo relevante es el compromiso, la permanencia, la lectura que se renueva a medida que la historia permanece intacta, inmutable, pero nosotros y el mundo que nos rodea cambia a nuestro alrededor. No en vano, y es otra frase que amo, el versículo nos dice: “ella es un árbol de vida para los que a ella se aferran” (Proverbios 3:18); me atrevo a sugerir, además de “se aferran”, “la sostienen”. El vínculo entre objeto e individuo es recíproco, la relación es biunívoca.

Al tiempo que escribo esta mañana escucho las pruebas de sonido de los postergados festejos por el triunfo de la fórmula Lacalle Pou-Argimón en el balotaje; al tiempo que esto sucede en todas las sinagogas del barrio estará leyendo parashat “Toldot”, sobre la historia de nuestro patriarca Itzjak. Anoche, en Kabalat Shabat, cuando una breve y contundente tormenta había arruinado la fiesta popular, los rabinos nos explicaban la relevancia del texto en todos sus matices. Un rato más tarde, sentados a la mesa sabática, entre anécdotas de hijos y nietos, el tema fue la importancia, mayor o menor, de Itzjak como figura patriarcal y fundacional. El Shabat es inmutable precisamente porque proviene del mismo texto que los patriarcas, porque se constituye en anclaje y certeza en medio de los cambios; aquellos provocados por el hombre y aquellos que lo exceden, como la tormenta eléctrica de la tardecita de ayer. Los personajes son inmutables en sí mismos: Esav volverá a vender su bendición por un guiso de lentejas, e Itzjak volverá bendecir a Iaacov; pero ni nosotros ni nuestra circunstancia ya somos los mismos.

En otras latitudes Trump y Netanyahu están sometidos a algún tipo de proceso judicial; América del Sur arde y sus democracias están, en el mejor de los casos, jaqueadas; en el peor de los casos, bajo régimen dictatorial. Hace muchos años escuché al sociólogo Rafael Bayce hablar del “fin de las grandes ideologías y certezas”, las ideologías que pretendían no sólo explicar el mundo sino solucionarlo definitivamente; psicoanálisis y comunismo, respectivamente. La post-modernidad de hace veinte y pico de años se ha convertido en una fragmentación exponencial, con la particularidad (para algunos una cualidad) de que los valores se han relativizado hasta la hipérbole. En aras de los derechos de las minorías, las mayorías somos masas difusas y condenables que quedamos a merced de fanáticos de uno y otro bando: los que por izquierda validan y destruyen todo, y los que por derecha quieren destruir lo que contradice su concepto del statu-quo, de la permanencia como valor intrínseco a la naturaleza humana. En ambos casos, la coyuntura es propicia para lo que Amos Oz denominó “el fanatismo”.

Cuál es el vínculo, entonces, entre la lectura semanal de la Torá, el texto del Pentateuco, que constituye el rito judío, y el entorno que nos contiene. Cómo contenemos el fanatismo, los extremos, la ceguera ante el pragmatismo, la negación de la realidad que nos golpea. Cómo asumimos, como debe asumir Itzjak que se equivocó o que fue engañado pero aun así debe actuar en consecuencia. Cómo procesará EEUU un Presidente como Donald Trump, cómo pondrá Israel fin a la era Netanyahu. Cómo encontrarán la paz interior Chile y Bolivia, Colombia, y en el extremo, Venezuela. Quiénes asumirán la responsabilidad, quiénes el liderazgo. El mundo gira y nosotros con él. Qué encontramos en el texto bíblico, sea cual sea; en la literatura clásica, sea cuál sea; en ciertas expresiones del arte tan perfectas que desmienten las imperfecciones del mundo.

Leer la Torá no es acerca de encontrar las respuestas, mucho menos las absolutas; no es acerca de la palabra de Dios y La Verdad; no es acerca de mandatos morales y éticos absolutos. Mucho menos acerca de la prevalencia de un pueblo sobre los demás, ni de la verdad de un pueblo por sobre la de otros. Leer el Pentateuco, por el contario, es acerca de la condición humana y su confrontación de la realidad tal como se presenta, en toda su complejidad. Es una lectura arquetípica, esencial pero concreta, constitutiva  pero individual. Como Itzjak, que casi no veía (en la mejor tradición griega) y que fue engañado, un poco a tientas, mucho escuchando, en lo posible confiando, pero siempre con arraigada honestidad, enfrentamos el mundo y sus avatares con la resignación de que tenemos una función que cumplir y que, generalmente, no está en nuestras manos determinar el destino de las cosas.

Por eso me gusta asumir este desafío y compromiso de volver a encontrarme con el texto. Como dice el Desiderata,

“And whether or not it is clear to you, no doubt the universe is unfolding as it should. Therefore be at peace with God, whatever you conceive Him to be.”

Volver a la fuente supone volver a empezar. Y volver a empezar siempre es acerca de nuevas oportunidades y hacerlo cada vez un poco mejor. Los “trabajos y aspiraciones” (sigo citando Desiderata) de nuestros patriarcas son consuelo y esperanza para nuestros propios desafíos.