El Hijo Malvado
El malvado, ¿qué dice? «¿Qué es este trabajo para ustedes?»(Ex. 12:26) . ¡Dice «para ustedes», pero no para él! Al excluirse a sí mismo de la comunidad, ha negado aquello que es fundamental. Tú, por lo tanto, desafílale los dientes y dile: Es por esto que Adonai hizo por mí cuando salí de Egipto (Ex. 13:8); ¡»por mí», pero no por él! ¡Si él hubiera estado allí, no hubiera sido redimido!»
No cabe duda que estos textos tradicionales que leemos en la Hagadá son antiquísimos: de otro modo no se entendería que el castigo sea la exclusión: “si él hubiera estado allí, no hubiera sido redimido”. En estos tiempos de inclusión irrestricta, ¿cómo excluir un hijo por el mero hecho de no identificarse con una historia? El hijo malvado tiene más de rebelde que de malo, aunque hasta no hace tanto, allá por mi niñez, los que se portaban mal en la escuela eran rebeldes pero se los denominaba, por parte de directores retrógrados, como “malvados” y dignos de exclusión. Probablemente, y tal vez sin darnos cuenta, hasta hoy en día tendemos a excluir a aquel que no se incluye a sí mismo. Algo así como el dicho israelí que reza: “no querés, pues no hace falta”…
Lo curioso es que la tradición nos enseña que todos fueron redimidos, todos salieron de Egipto. De hecho, toda la historia del Éxodo (que no está en la Hagadá sino en la Torá) está plagada de hijos malvados que se auto-excluyen: desde los reclamos a Moshé hasta Koraj, y pasando por el episodio del becerro de oro. Pero así como todos estuvimos al pie del Sinaí recibiendo la Torá (por todas las generaciones), todos fuimos redimidos. El hijo malvado no es producto de los tiempos, es la esencia misma del pueblo desde su fundación.
El hijo malvado es tal vez el mayor desafío la noche del Seder. Acaso quiera ir a mirar TV o leer una revista o, por qué no, un libro: puede ser malvado pero culto. El desafío es cómo se lo incluye, cómo le damos un espacio, el suyo, para redimirse. Quizá no haciendo lo que nosotros decimos, pero sentándose a la mesa. Con un hijo así, yo con eso tengo bastante.
Creo sin embargo que el desafío mayor es el hijo auto-excluido no sólo la noche del Seder sino todas las noches del año. No me refiero al hijo al que no le han contado la historia, por lo cual él no se la contará a sus hijos, y en un par de generaciones esa familia se habrá asimilado. Me refiero al hijo que conoce la historia (de Pesaj para adelante, todo), que hasta puede cargar un nombre inequívocamente hebreo y un apellido inequívocamente judío, y sin embargo cuando habla de judíos y judaísmo usa la tercera voz del plural: ustedes. Él no se considera parte, él no pertenece, él se auto-excluye. Acaso elije: no quiero ser lo que soy ni pertenecer al colectivo donde nací. Rechaza los ritos, ignora las costumbres. En el fondo, en algún lugar de su corazón, hasta los aborrezca.
Ese hijo no sólo me preocupa sino que me asusta. Los peores antisemitas son los judíos. ¿Quiero sentarme con él en la mesa de Pesaj? Por cierto que me sentiré incómodo. Pero las nuevas ideologías alientan la libertad de elección, las igualdades absurdas, y la relatividad de todos los valores. Y si bien ha de haber un judaísmo posmoderno y relativista, el judaísmo es antiguo y normado; a veces adherimos demasiado a su antigüedad y su normativa y nos ahogamos en él; acaso de eso escapa el hijo malvado. Pero también existe un límite donde un hijo, como judío, aunque lleve nuestro apellido, ha dejado de serlo: se ha auto-excluido.
Tomo prestada la parábola cristiana del hijo pródigo: cuando ese hijo quiera volver a la mesa de Pesaj, habrá un lugar para él. De todos modos, él ya fue redimido, amenace lo que amenace el texto hagádico. Porque una vez judío, siempre judío. Mal que nos pese. Si nos pesa, es una pena; si no nos pesa, es un disfrute, como sentarse a la mesa del Seder a contar la historia. Una vez más.