Antisemitismo
Pasada la primera etapa del duelo por David Fremd Z’L surge la pregunta: ¿esto tiene fin? Si uno lo piensa sin el sobrecogedor factor de la proximidad territorial, cabe suponer que la mayoría de los judíos a lo largo de la historia se han hecho la misma pregunta cuando hemos tenido que enfrentar el crimen antisemita. Mi respuesta personal es que NO, esto no tiene fin. El antisemitismo llegó para quedarse, y sus consecuencias son apenas atemperadas en la medida que podamos por un lado prever y defendernos, y por otro educar y esclarecer. Ninguna de estas opciones erradicará el problema. El antisemitismo es una forma específica, y especialmente terrible, de la xenofobia que a su vez es inherente a la condición humana.
Intentaré explicarme basándome en las propuestas de Yuval Noah Harari en su libro “Sapiens: A Brief History of Mankind”. No que él aborde el tema; más bien, su tesis acerca de la específica característica del Sapiens ofrece el marco teórico a mi propuesta. De hecho, lo hace con la mayoría de las conductas humanas, que aparecen más claras y comprensibles. El concepto central de la tesis de Harari en “Sapiens” es que la capacidad de la especie de “hablar de aquello que no existe” es lo que ha permitido su prevalencia sobre el resto de las especies. Muchas especies se comunican, incluso a niveles bastante complejos y específicos, pero sólo el Sapiens tiene la capacidad de generar historias, mitos, y religiones. Esa capacidad ha dado lugar a que la especie se organice en grupos de miles y hasta millones de personas, cuando, según Harari, un lenguaje más limitado y concreto sólo permitiría convivir en forma productiva hasta unos ciento cincuenta miembros. En ese escenario, propongo pensar el antisemitismo como un discurso minoritario y de algún modo subversivo cuya adecuación al discurso mayoritario es, por elegir un adjetivo, problemática.
Siguiendo esa línea de pensamiento podemos imaginar las grandes civilizaciones mesopotámicas por un lado y egipcia por otro, ocupando ambos extremos de la denominada Media Luna Fértil, cuna de la civilización occidental. Ambas son extensas, hegemónicas, homogéneas, netamente dominantes. De acuerdo a SU narrativa, ellos son EL mundo, LA humanidad. Este modelo se repite a lo largo de la historia: los imperios dominantes establecen las grandes creencias y normas de una civilización y se muestran más o menos tolerantes con sus minorías.
Imaginemos en medio de esos dos mundos un espacio desértico (literal y metafóricamente) donde habitan pueblos menores, con menor desarrollo económico y militar. Entre ellos, imaginemos un grupo de gente que aplica la capacidad de pensar en “aquello que no existe” en una dirección diferente a la de los grandes imperios. No son ajenos a sus ideas, de hecho deambulan entre uno y otro, pero tampoco forman parte de ellos. Son básicamente pastoriles y nómades; tienen tiempo para pensar e imaginar otras configuraciones de la realidad y del mundo. Fuera del contexto de las civilizaciones dominantes, se genera el espacio para un pensamiento diferente en relación al origen del mundo, el rol del hombre en el mismo, y la relación con la muerte. En otras palabras, surge otra religión.
Como dice Paul Johnson en su “Historia de los Judíos”, podemos afirmar que si bien la Biblia tiene un trasfondo y un sentido histórico inequívocos, al mismo tiempo es una maravillosa creación de historias, ideales, aspiraciones. Si algo demuestra la capacidad de la especie de “hablar de aquello que no existe” y sobre eso construir culturas y civilizaciones, la Biblia es un ejemplo paradigmático.
Lo interesante es que los grandes imperios cayeron uno tras otro dejando tras de sí más o menos influencia sobre el mundo occidental. Las historias que cada imperio se contó a sí mismo murieron con ellos o se transformaron bajó el imperio que lo sucedió. Lo que ha permanecido es la percepción monoteísta y moral del mundo propuesta por aquella gente nómade que evolucionó a lo largo de la historia: lo que hoy llamamos judaísmo.
La capacidad de hablar acerca de lo que no existe, si bien es patrimonio de la humanidad toda, tiene en el judaísmo una versión diferenciadora, moral, y moralista. El judaísmo resiste, por medio de su narrativa, a perderse en la vorágine de la historia, a asimilarse. Perpetuando las historias familiares, tribales, y luego nacionales, el judaísmo insiste en su singularidad y su rol en el contexto de la humanidad. A la vez que nunca pretendió que su visión del mundo prevaleciera en forma total, también se defendió con celo de la asimilación. No en vano una de las palabras centrales en la liturgia judía es “kadosh”, mal traducido como “sagrado” cuando en realidad apela a lo diferenciado, lo “elegido”, lo apartado, lo distinto.
Lo que tampoco ha cambiado es la percepción de las culturas dominantes, sean cuales fueren, acerca de esta minoría ideologizada en extremo. Frente a una cultura dominante que se auto-define como “nosotros” (por ejemplo los uruguayos, los latinoamericanos, la cultura occidental) siempre existe una o varias culturas minoritarias que ponen a prueba la cohesión y la hegemonía de esa cultura dominante. La historia confirma que el rol que nos ha tocado interpretar ha sido ser “el otro”, el que no es como la mayoría; por cierto que muchas minorías también han ocupado ese rol, pero solo el judaísmo atraviesa toda la historia de la humanidad a la vez que siempre levanta una voz potente y perturbadora. El judaísmo no es una minoría silenciosa, aun cuando se obligó a callar durante siglos.
El antisemitismo es, parafraseando y abusando del término acuñado por Huntingnton, un “choque de narrativas” donde nuestra narrativa como judíos nunca desaparece pero es mayormente denostada. A la vez que elegimos aferrarnos a nuestra historia y concepción del mundo y nosotros mismos, el resto de la humanidad nos sigue percibiendo como testarudamente renuentes a ser parte de la gran narrativa prevalente de turno. Esto se traduce en mayor o menor tolerancia (desde la más asombrada admiración y reconocimiento al más profundo odio y prejuicio) y en una frágil y peligrosa vulnerabilidad frente a los avatares de una determinada sociedad.
Si, tal como lo he planteado, hay algo fatídico e inevitable en el antisemitismo, una vez más la apelación es a profundizar, comprender, y sobre todo vivir y disfrutar activamente de nuestro judaísmo. Si el antisemitismo, como cualquier otro tipo de xenofobia, es inherente a la naturaleza humana, vale más la pena contar y re-significar nuestra propia historia que, en forma autocomplaciente, sostener nuestra identidad en función del odio de terceros e incluso desde el auto-odio (el denominado “self-hating jew). Mediante esa opción, tal vez las circunstancias terribles de Paysandú el pasado 8 de marzo de 2016, como dijera Rafael, hijo de David Fremd (Z’L), no habrán sido en vano.
Ianai Silberstein, 1 de abril de 2016