Amos Oz Z’L

De alguna manera que sólo los grandes artistas logran, Amos Oz ha intervenido en mi vida para expresar mis emociones a través de las suyas. En el día de su repentina y prematura partida, fue el último golpe de tristeza que estos tiempos me han deparado. Mientras uno va buscando y hallando consuelo en el devenir del tiempo, en pequeños y significativos momentos de encuentro, reencuentros, contemplación, y espasmos de paz interior, la muerte de Amos Oz nos sorprende, nos entristece, pero al mismo tiempo nos consuela. Él no es un “gigante” de la literatura israelí y mundial, como muchos han titulado; ni un vocero de la paz o un pacifista a ultranza. Él es uno de esos espíritus que constituyen el pueblo de Israel, los judíos, una de sus voces más hondas y claras, más hermosas y susurrantes, más honestas y reveladoras. Haber leído buena parte de su obra en los últimos diez años me ha hecho más y mejor judío, más y mejor sionista, y más y mejor ser humano. Cuando su voz muere, porque ya no podrá escribir sobre todo aquello que mansamente lo obsesionó, uno sabe que siempre puede volver a sus libros, a su prosa maravillosa, a su poesía prosaica, a las profundidades de su alma judía perseguida y redimida. Como escribe en el final de “Historia de Amor y Oscuridad”, seguirá “intentándolo a veces”.

Mucho ha pasado por mi mente y mi corazón acerca de Amos Oz, a quien nunca conocí, pero sin embargo siento íntimo en mi corazón. Él nunca lo supo, pero compartimos muchas vivencias. La diferencia es que él supo escribirlas. Él ha sido mi voz, y por el éxito de su literatura, por la cantidad de lenguas a la que fue traducida, sin duda él fue la voz de multitudes. Al decir de Walt Whitman, él las contuvo; contradicciones incluidas (“Hojas de Hierba”).

Lo singular de Oz es que lo hizo desde su condición de israelí, judío y sionista, siempre desde sus rincones apartados en la Tierra de Israel: su barrio Kerem Abraham en Jerusalem, el Kibutz Hulda, la ciudad Arad en un rincón del desierto del Neguev, para rendirse finalmente a la cosmopolita Tel-Aviv, donde su fama y su familia lo reclamaban. Los más grandes escritores de ficción de la época moderna han escrito desde sus rincones, sus pequeños mundos: los “Montevideanos” de Benedetti, los “Dublinenses” de James Joyce, la campiña inglesa de Jane Austen, el Macondo de García Márquez, y tantos otros. La Jerusalém de Amos Oz, los claustros académicos, los rincones del Kibutz, las aldeas abandonadas, los chacales que aúllan en los horizontes. Los grandes autores no son “gigantes”, son artesanales constructores de mundos íntimos que se tornan épicos.

Amos Oz tuvo una veta no tanto política como ideológica. Escribió ensayos memorables. Muchos lo conocen más por estos que por su obra de ficción. Asumo que para él eran dos cometidos diferentes. El uso de lenguaje es totalmente distinto. En sus ensayos es un escritor seco, lógico, retórico; incluye alguna metáfora central aquí y allá, pero es absolutamente pragmático. En su ficción, es un constructor de mundos, personajes, y poesía. Sea un narrador en primera persona u omnisciente, no ahorra detalles, descripciones, sensaciones, matices, complejidades. Acaso lo que trasciende en ambos géneros, ensayo o novela, es su cualidad empática. Él se pone en el lugar del otro. Y ni una sola vez ha tenido que citar el versículo: “porque esclavos fuisteis en la tierra de Egipto” (Éxodo 22:21). Él no lo precisa, es parte suya. Es inherente a su ser judío.

La profesora Rajel Korazim, en su larga trayectoria como educadora en Israel y la Diáspora, insiste siempre en la noción bíblica del israelí medio no religioso. La Biblia no como voz o mandato divino sino como fuente cultural. Ha explicado que la literatura israelí, sea poesía, novela, canción, está repleta de referencias bíblicas que cualquier israelí educado puede entender, y no por haber asistido a una Ieshiva. Esto está más que claro en la obra de Amos Oz. Es singularmente laica a la vez que profundamente bíblica. Tan es así que él mismo se aventuró en “la otra Biblia”, el Nuevo Testamento, cuando en su última novela, “Judas”, propone una hipótesis sobre la traición. En el trasfondo de su Jerusalém (esta vez invernal, siempre oscura), en el marco de la historia del Sionismo, inserta su lectura acerca de Judás Iscariote y su vínculo con Jesús. Nada menos.

Amos Oz no temía. Incomodar a los israelíes, a los europeos, a los estadounidenses, a su propio campo de la paz. Creó sus mundos, aquellos que siempre habitó, y propuso sus ideas con despojamiento, sensibilidad, y un profundo amor por su pueblo Israel y la humanidad toda. Desde sus pequeños mundos, desde su modelo Sherwood Anderson como confiesa en “Historia de Amor y Oscuridad”, arrojó la luz y el amor que faltaron en la historia sionista. Su dimensión épica, que por cierto existe, surge de las tragedias y vicisitudes de sus personajes. Él supo escuchar “la quietud del desierto en toda su profundidad” (Historia de Amor y Oscuridad”, cap.40). Esa capacidad de escuchar lo silente es precisamente su dimensión épica.

Amos Oz llegó a mi vida interviniendo en tiempos de pérdida y me trajo consuelo. En 2009 y ahora en 2018. Cuando ayer compartí algunas líneas de su obra en la sinagoga en el marco de Kabalat Shabat, sumamos sus palabras a aquello que su hija Fania y él denominaron “la genealogía de la palabra” del pueblo judío (“Los Judíos y las Palabras”). Junto a palabras de Torá, podemos también decir palabras de Amos Oz. Son consuelo y son esperanza. No habrá más. Pero como con las grandes obras, podremos volver a ellas una y otra vez, en busca no sólo de consuelo sino de inspiración.

Amos Oz Z’L, que su alma permanezca entrelazada en el flujo de nuestras vidas. Amén.