La Ierushalaim de Amos Oz Z’L: Capítulo 8 de «Historia de Amor y Oscuridad»

Reproducido con autorización por la NCI de Montevideo para su edición 5778 de «Makoré», 2017.

Cada dos o tres sábados íbamos andando a Talpiot, al pequeño chalet del tío Yosef y la tía Tzipora. Había unos seis o siete kilómetros entre nuestra casa en Kerem Abraham y Talpiot, un barrio judío perdido y algo peligroso. Al sur de Rehavia y KiriatShmuel, al sur del molino de MishkenotShaananim se extendía la Jerusalén desconocida: los barrios de Talbia, Abu Tor y Katamón, la Colonia alemana, la Colonia griega y Baqah (Abu Tor, nos explicó una vez el maestro, el señor Avishar, se llama así por un héroe apodado «El padre del toro»; Talbia era antes propiedad de un hombre llamado Taleb; Baqah sólo era una vega, una biqah o valle de espíritus, mientras que el nombre de Katamón es una distorsión árabe de las palabras griegas kata mones, que significan «junto al monasterio»). Y más allá, hacia el sur, al otro lado de todos esos mundos desconocidos, al otro lado de las montañas oscuras, en el fin del mundo, centelleaban lugares judíos aislados, MekorHayyim, Talpiot, Arnona y el kibbutzRamatRahel, casi pegado a Belén. Desde nuestra Jerusalén sólo se podía ver el barrio de Talpiot como un minúsculo conjunto grisáceo de copas de árboles polvorientas sobre una lejana colina. Una noche, desde la azotea, nuestro vecino arquitecto, el señor Friedmann, señaló un puñado de pálidas luces temblorosas en el horizonte, suspendidas entre el cielo y la tierra, y dijo: Aquello es el Campo Allenby, y quizás aquellas luces sean de Talpiot o de Arnona. Si volviera a haber incidentes, dijo, su situación no sería fácil. Y no digamos una guerra. Nos poníamos en camino después de comer, a esas horas en que la ciudad se encierra tras las persianas y se sumerge por completo en el sopor de los sábados a mediodía, y hay un silencio absoluto en las calles y en los patios, entre los edificios de piedra con cobertizos de uralita adosados. Como si toda Jerusalén estuviese dentro de una bola de cristal. Cruzábamos la calle Gueulá, entrábamos en el laberinto de callejuelas del destartalado shtetlultraortodoxo que está más allá del barrio de Ahvah, pasábamos por debajo de tendederos llenos de ropa negra, amarilla y blanca, entre oxidadas barandillas de hierro de balcones descuidados y esqueletos de escaleras exteriores, subíamos por ZikrónMoshé, envuelto siempre en los vapores de los guisos pobres de askenazíes, tshulent, borscht, sofritos de ajo, cebolla y repollo en vinagre, continuábamos y cruzábamos la calle Haneviim. No se veía un alma por las afueras de Jerusalén a las dos de la tarde del sábado. Desde Haneviim torcíamos y bajábamos por la calle Strauss, sumergida en la constante penumbra de antiguos pinos a la sombra de dos muros, por un lado el muro gris verdoso del hospital protestante de las diaconisas y por otro la melancólica tapia de piedra del hospital judío BikurJolim, con los símbolos de las doce tribus grabados en sus majestuosas puertas de bronce. Un olor a medicinas, vejez y desinfectante salía de esos hospitales. Después cruzábamos la calle Yafo, junto a la famosa tienda de ropa MeinStaub, y nos deteníamos un momento ante el escaparate de la librería Ajiasaf, para permitirle a mi padre engullir con ojos hambrientos el botín de las novedades en hebreo que estaban en la vitrina. Proseguíamos a lo largo de King George, entre elegantes tiendas, cafés con espléndidas lámparas y ricos comercios, todos vacíos y cerrados por el Shabbat, pero cuyos escaparates nos cautivaban a través de las rejas de hierro, atraían con hechizos de otros mundos, centelleos de continentes lejanos y aromas de ciudades iluminadas, bulliciosas, ubicadas sin duda en las riberas de grandes ríos, con damas atractivas y elegantes, y caballeros tranquilos, refinados y acomodados que no vivían entre desórdenes, persecuciones y pogromos ni conocían la penuria, no necesitaban contar cada moneda, estaban libres de la presión de las reglas de los pioneros y los voluntarios, libres del castigo de los impuestos, del Servicio Sanitario y las cartillas de racionamiento, protegidos tranquilamente en espléndidas casas con chimeneas que surgen entre las tejas o en confortables apartamentos de edificios de lujo tapizados de alfombras, donde un portero con uniforme azul vigilaba el vestíbulo y un ascensorista de rojo se encargaba del ascensor, y criadas, cocineros, niñeras y mayordomos les servían mientras las damas y los caballeros disfrutaban de la vida. No como aquí. Aquí, en King George, así como en la Rehavia judeo-alemana y en la rica Talbia greco-árabe, reinaba otro tipo de silencio, distinto al silencio ultraortodoxo del sábado a mediodía en las estrechas y abandonadas callejuelas askenazíes: un silencio diferente, estimulante, inquietante se posaba sobre la vacía calle King George a las dos y media del sábado, un silencio extranjero, un silencio británico, pues de pequeño la calle King George –y no sólo por su nombre– era para mí como una especie de embajadora de la espléndida ciudad de Londres que aparecía en las películas: tenía hileras de casas altas, impresionantes edificios oficiales a los dos lados de la calle, con una fachada continua, uniforme, sin las brechas de patios miserables, abandonados y afectados por la lepra de la chatarra y la basura, separando una casa de otra como en nuestros barrios. En King George no había terrazas destrozadas ni persianas corroídas en las ventanas abiertas, como la boca desdentada de un anciano, ventanas pobres a través de las cuales se exponían a la mirada de los transeúntes las míseras entrañas de la casa, cojines remendados, trapos de colores chillones, montones de muebles hacinados, sartenes tiznadas, cacharros de barro mohosos, cacerolas de latón deformadas y todo tipo de botes y latas comidos por el óxido. A ambos lados de la calle había una fachada continua, compacta, discreta pero arrogante, cuyas puertas, molduras y ventanas cubiertas por visillos mostraban riqueza, dignidad, voces difusas, buenos tejidos, suaves alfombras, copas delicadas y exquisitos modales. En la entrada de los edificios había placas negras de despachos de abogados, representantes, médicos, notarios, procuradores y agentes de prestigiosas firmas extranjeras. Pasábamos por delante de las casas del Talita Kumi (a mi padre le gustaba explicar que ese nombre significaba «niña, levántate», como si no lo hubiera explicado ya cientos de veces, y a mi madre le encantaba replicarle: Basta, Arie, ya lo sabemos, la niña se va a dormir de tantas explicaciones). Pasábamos por el pozo Shiber y por la casa Fromin, que iba a ser la sede temporal de la Keneset, por BetHamaalot, una casa circular que aseguraba a todo el que la visitaba el placer de una belleza rigurosa y austera, una belleza judeo-alemana, y nos deteníamos un momento a mirar las murallas de la Ciudad Vieja al otro lado del cementerio musulmán de Mamila, metiéndonos prisa unos a otros (¡Ya son las tres menos cuarto! ¡Y aún queda un largo camino!), pasábamos por delante de la sinagoga Yeshurun y del edificio en forma de anfiteatro de la Agencia Judía (mi padre comentaba en voz baja, como si me estuviera revelando secretos de Estado, y con exultante veneración: «Aquí está nuestro gobierno, el señor Weizmann, Kaplan, Shertok, y a veces hasta el propio David Ben Gurión. Aquí late el corazón de la autoridad hebrea. ¡Es una lástima que no sea un gobierno nacional más fuerte!», y seguía explicándome lo que era «un gobierno en la sombra» y lo que tendríamos pronto, cuando por fin los británicos se fueran, «¡para bien o para mal se irán!»). Desde allí bajábamos en dirección al Terra Sancta (en el edificio Terra Sancta trabajó mi padre unos diez años, después de la guerra de la Independencia y después del sitio de Jerusalén, cuando fue cerrada la carretera a los edificios de la Universidad de HarHatzofim y también la hemeroteca de la Biblioteca Nacional encontró ahí un refugio provisional, en un rincón de la tercera planta). Desde el Terra Sancta había unos diez minutos hasta Binyam David, un edificio circular donde la ciudad se acababa de golpe y empezaban campos vacíos hacia la estación de tren en EmekRefaim. A nuestra izquierda se veían las aspas del molino del barrio de YemínMoshé y arriba, a la derecha, en pendiente, estaban las últimas casas del barrio de Talbia. Una tensión muda nos dominaba cuando salíamos del ámbito de la ciudad hebrea: como si cruzásemos un paso fronterizo invisible y entrásemos en una tierra extraña. Pasadas las tres cruzábamos la carretera que separaba las ruinas del antiguo Khan turco y la iglesia escocesa de la estación de tren cerrada: otra luz reinaba ahí, una luz más nublada, una luz antigua y musgosa. Ese lugar de pronto le recordaba a mi madre una callejuela musulmano-balcánica que había a las afueras de su pueblo del oeste de Ucrania. Mi padre empezaba a hablar de la época turca en Jerusalén, de los decretos de Jamal Pacha, de cabezas decapitadas y flagelaciones que se ejecutaban ante la chusma que se congregaba ahí, en la explanada empedrada que había delante de esa estación de tren, construida a finales del siglo XIX, con licencia otomana, por un judío de Jerusalén llamado Yosef Bey Navón. Desde la explanada de la estación de tren seguíamos por el camino de Hebrón, pasábamos por delante del complejo fortificado del gobierno inglés y por un área de depósitos cercada sobre la que había un gran cartel en tres idiomas. En letras hebreas ponía algo de lo que mi padre se burlaba: ¿Quién será el necio al que este cartel ordena que se levante? Y sin esperar mi respuesta se contestaba a sí mismo: Debe poner vacuumoil en escritura defectiva y parece que pone vecumevil, «levántate, necio», otra prueba más de que ha llegado el momento de realizar de una vez una reforma europea, moderna y avanzada, en la pobre grafía hebrea y de introducir vocales, eso dijo, que son como los policías de tráfico de la lectura. Y, por cierto, también sobre las locomotoras de los trenes de Su Majestad ponía en inglés inflammable, y en árabe qaballililtihab, mientras que en el hebreo del Mandato Británico estaba escrito en cada locomotora: «Puede inflamarse». Ni más ni menos. A nuestra izquierda se bifurcaban algunas calles escarpadas que conducían al barrio árabe de Abu Tor, y a nuestra derecha cautivaban y atraían las bellas callejuelas laberínticas de la Colonia alemana, un tranquilo pueblo bávaro cubierto de pájaros cantores, lleno de ladridos de perros y cantos de gallos, con palomares y tejados de tejas rojas que aparecían entre cipreses y pinos, y muchos patios rodeados de muros de piedra a la sombra de espesas copas. Todas las casas tenían bodega y desván, y sólo con evocar esas palabras, tenía un ataque de nostalgia todo aquel que hubiera nacido en lugares donde nadie tenía una bodega oscura bajo sus pies ni un desván en penumbra sobre su cabeza, ni despensa, ni cómoda, ni aparador, ni reloj de pared ni una rueda en el patio. Seguíamos bajando por el camino de Hebrón y pasábamos por delante de las casonas rosadas de piedra tallada, las viviendas de efendis ricos y de árabes cristianos con profesiones liberales, de altos funcionarios del gobierno del Mandato y de miembros de la alta asamblea árabe, Mardam Bey alMatnawi, Rashid al-Afifi, el doctor Emil Adwan al-Bustani, el abogado Henry TawilTutaj y otros hombres ricos del barrio de Baqah. Ahí todas las tiendas estaban abiertas y de los cafés salían risas y música, como si hubiésemos dejado el Shabbat a nuestras espaldas, detenido con un muro imaginario que le cerraba el paso en alguna parte entre el barrio de YemínMoshé y la iglesia escocesa. En la amplia acera, a la sombra de dos viejos pinos, delante de un café, estaban sentados en banquetas de enea, en torno a una mesa baja, tres o cuatro señores mayores con trajes marrones, cada uno llevaba una cadena de oro que pendía de la presilla del pantalón, dibujaba una especie de arco sobre la barriga y desaparecía dentro del bolsillo. Esos señores bebían té en vasos de cristal grueso o sorbían café turco en tazas decoradas y arrojaban dados en el tablero del backgammon que tenían delante. Mi padre les saludaba en un árabe que en sus labios parecía ruso. Los señores se callaban por un instante, le miraban con sorpresa contenida, y uno de ellos murmuraba unas palabras ininteligibles, tal vez una sola palabra, como devolviendo el saludo. A las tres y media pasábamos junto a las alambradas de espino del Campo Allenby, una fortaleza del gobierno inglés al sur de Jerusalén. Muchas veces había penetrado yo en ese campo, lo había conquistado, sometido y purificado, y había izado en él una bandera hebrea en mis juegos de alfombra. Y desde ahí, desde el Campo Allenby, que había sido conquistado por mis tropas en una incursión nocturna por sorpresa, yo continuaba el asalto hasta el corazón del bando extranjero, enviaba a mis unidades hasta los muros del palacio del gobernador, en la Colina del Mal Consejo, y mis tropas hebreas lo conquistaban con un sorprendente movimiento de tenaza, una columna de blindados abría brecha en el palacio por el oeste y entraba desde el Campo Allenby liberado, mientras el otro brazo de la tenaza se cerraba por sorpresa por el este, desde las colinas desérticas, desde el desierto de Judea. Cuando tenía algo más de ocho años, durante el último año del Mandato Británico, construí con dos amigos cómplices un cohete terrorífico en el patio trasero de nuestro bloque. Ese cohete apuntaba, según nosotros, al palacio de Buckingham en Londres (encontré un mapa detallado del centro de Londres entre la colección de mapas de mi padre). Con la máquina de escribir de mi padre redacté un cortés ultimátum para Su Majestad el distinguido rey de Inglaterra George VI de la casa Windsor (lo escribí en hebreo, seguramente tenía a alguien que se lo tradujera): Si no abandonan nuestra tierra en un máximo de seis meses, nuestro YomKippur se convertirá en el día del Juicio de Gran Bretaña. Pero al final ese proyecto no se llevó a cabo, porque no conseguimos desarrollar el sofisticado mecanismo de dirección (pretendíamos dar de lleno en el palacio de Buckingham, pero no sobre los inocentes transeúntes ingleses), y también porque nos resultó difícil aprovisionarnos del combustible necesario para lanzar nuestro cohete desde la calle Amós esquina Abdías, en el barrio de Kerem Abraham, hasta su destino en el corazón de Londres. Seguíamos inmersos en la investigación y el desarrollo tecnológico cuando los ingleses se lo pensaron mejor y se apresuraron a marcharse, y así Londres se salvó de mi furor nacionalista y del ataque de mi cohete, que estaba hecho con restos de un frigorífico roto y de una moto antigua. Un poco antes de las cuatro girábamos a la izquierda en el camino de Hebrón y entrábamos en el barrio de Talpiot, entre avenidas de cipreses oscuros en los que la brisa de poniente tocaba una suave melodía que me provocaba desconcierto, sumisión y muda veneración. El Talpiot de aquellos días era un tranquilo y verde suburbio, alejado del centro de la ciudad y del bullicio del comercio, al borde del desierto de Judea. Había sido diseñado a imitación de los distinguidos barrios residenciales centroeuropeos concebidos para asegurar la tranquilidad de profesores, médicos, escritores y filósofos. A los dos lados de la calle había pequeñas y agradables casas de una sola planta, rodeadas de hermosos jardines, y en cada una de ellas, así lo imaginábamos con nuestra pobre fantasía, transcurría la apacible vida reflexiva de un gran investigador, un célebre catedrático o un profesor de renombre internacional, como el tío Yosef, que no tenía hijos pero cuya fama se extendía por toda la zona, e incluso en países lejanos se habían traducido algunos de sus libros y se había difundido su saber. Girábamos a la derecha, subíamos por la calle KoreHadorot hasta un bosquecillo de pinos, después a la izquierda, y ya estábamos frente a la casa del tío. Mi madre decía: Son sólo las cuatro menos diez, a lo mejor aún están descansando. ¿Por qué no nos sentamos un rato tranquilamente y esperamos aquí, en el banco del jardín? O decía: Hoy nos hemos retrasado un poco, ya son las cuatro y cuarto, seguro que el agua está hirviendo y la tía Tzipora ya ha preparado las frutas en la bandeja. Dos palmas Washington crecían a ambos lados de la entrada como dos guardianes, y detrás había un sendero de piedra entre dos hileras de setos de tuya. Ese sendero conducía a las amplias escaleras por las cuales subíamos al porche de entrada hasta la puerta, sobre la que estaba grabado en una bella placa de cobre el lema del tío Yosef: JUDAÍSMO Y HUMANISMO. Sobre la puerta había otra placa de cobre más pequeña, más brillante, donde ponía en letras hebreas y también latinas: PROFESOR YOSEF KLAUSNER Y más abajo, con la letra de la tía Tzipora, en una pequeña nota clavada a la puerta con una chincheta ponía: POR FAVOR, ABSTENERSE DE VISITAS DE DOS A CUATRO GRACIAS

 

Amos Oz: capítulo 8 de “Historias de amor y oscuridad”.

 

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