Manifestaciones

La sucesión de manifestaciones populares a lo ancho del mundo en los últimos días, sumadas a la manifestación contra la violencia de género en la Plaza Rabin en Tel-Aviv esta semana, me hizo pensar acerca de manifestar, violentar, y cómo nos paramos frente a una manifestación; o en ella. Daría la impresión manifestación y violencia no pueden escapar una de otra, los tan mentados “grupos de inadaptados”. Tuvimos hace nada el bochorno en torno al partido River-Boca en Buenos Aires, el vandalismo de otros “inadaptados” con la excusa de manifestar contra la cumbre del G-20 en Montevideo, y los destrozos en París contra la suba del precio del combustible. A la luz de la manifestación en la Plaza Rabin en Tel-Aviv y la ausencia de violencia en torno a la misma, me puse a pensar en la naturaleza de las sociedades vista desde ese acto: manifestar.

No recuerdo si las decenas o centenas de manifestaciones en la Plaza Rabin de Tel-Aviv condujeron a actos de violencia “espontánea”. Si, como creo recordar, no los hubo (al menos no de significación), no podemos ignorar el que fuera tal vez el mayor acto de violencia interna en la sociedad israelí, sucedido en ese lugar: el asesinato del Primer Minsitro Itzjak Rabin el 4 de noviembre de 1995. El shock fue tal a nivel nacional e internacional que ese espacio público cambió de nombre: de “Plaza de los Reyes de Israel” a “Plaza Rabin”. El acto tuvo dimensiones bíblicas: cuando el texto bíblico cambia nombres es porque cambia la Historia, el paradigma, y el destino del pueblo. Avram a Avraham, por ejemplo; pero sobre todo Iaakov a Israel después de una lucha encarnizada con el “ángel” que dejó secuelas en el luchador (el rengueo de Iaakov).

Rabin z’l, que fuera guerrero entre guerreros si los hubo, ha quedado como el ícono de la paz. Años después Ariel Sharon z’l también nos mostró que a todos los guerreros les llega la hora de descansar y buscan soluciones pacíficas a conflictos violentos.

Si Rabin z’l sobrevivió en forma icónica, el espacio donde él fue abatido se transformó en el espacio excluyente de la manifestación popular israelí. De un uso casi intrascendente en sus primeros años, después de 1995 es EL espacio consagrado a este tipo de ritual colectivo. Cuando pienso en lo que Donniel Hartman llama “el espacio público judío” (él lo usa como expresión de soberanía), yo lo concretizó en la Plaza Rabin. Está la Plaza Dizengoff y está “Kikar Hamediná”, pero EL espacio público judío e israelí es “Kikar Rabin”.

Cuando todavía era “Kikar Maljei Israel” (la Plaza de los Reyes de Israel), veinte años antes que Rabin z’l fuera asesinado, cuando Sadat vino a Jerusalém, para mí ese espacio no sólo era enorme y solitario sino un punto de cruce. Siempre significó para mí, por sobre todo, un camino a recorrer de un punto cardinal a otro. Por ese entonces el “Rey del Falafel” era un kiosko sobre la calle Frishman; en el cine de la esquina habían estrenado “Doña Flor y sus Dos Maridos”; a pocas cuadras unos uruguayos habían abierto “Mr. Sandwich”. Desde allí el bulevar Ben-Gurión te llevaba hasta el mar, al recién inaugurado “Kikar Atarim”, sobre la calle Hayarkon cuando ésta todavía sólo crecía hacia el norte. Desde su lado sur, el bulevar Rostchild arrancaba su recorrido desde al Auditorio Mann hacia Allenby y la pendiente de Neve Zedek hacia el Mediterráneo, cuando todavía el Bauhaus no era uno de los atractivos de Tel-Aviv ni Neve Zedek su centro de arte y bohemia. Yaffo yacía más allá de los baldíos. La Torre Shalom se erigía sola en medio de una ciudad básicamente chata. Hacia el este estaba la Cinemateca de Tel-Aviv y luego todo el complejo militar de la “Kiriá”. No había Sarona ni Azrieli ni Ayalón.

Nunca fui a una manifestación. Me abruman las multitudes. Supe sentarme en medio de aquella plaza enorme en mis ratos entre libros y obligaciones estudiantiles, en mis salidas desde la pueblerina Ramat-Aviv en busca de la “gran ciudad”, Tel-Aviv. Todo era tan aldeano que no pocas veces me encontré con gente conocida, y salíamos a buscar algún café por Dizengoff y por ahí tal vez ver salir a Arik Einstein z’l de entre las mesas. “Kikar Rabin” fue el marco de encuentros personales, de historias de amor y desamor. Años después (casi veinte) llevaría allí a mi familia, para mostrarle mis caminos de la juventud; pero para entonces ya era la plaza de Rabin y con su asesinato se había llevado toda mi historia personal, como supongo se llevó la de millones de israelíes. Ya no era parte de mi historia sino parte del mito nacional.

Alguna razón habrá por la cual las sociedades eligen dónde manifestar. En Montevideo es el viejo trillo sobre 18 de Julio entre la Plaza Libertad y la Intendencia; o cuando el proyecto es más ambicioso, a lo largo de toda la avenida, entre Pza. Independencia y el Obelisco. En París parece ser la avenida de los Campos Elíseos; en Washington DC, el Mall frente al monumento a Lincoln. En Buenos Aires, entre el Obelisco y Pza. de Mayo. En Israel, la Plaza Rabin. Sin duda la historia de los espacios determina su preferencia, el peso simbólico resulta absurdamente obvio. Pero al mismo tiempo esos espacios públicos son espacios privados, donde todos hemos vivido relatos, sostenido encuentros y desencuentros, donde nuestra vida personal ha sido tocada. Acaso el mundo virtual desvalorice estas experiencias personales, pero me aventuro a afirmar que todo aquel que se suma a una manifestación prefiere hacerlo en terreno conocido y significativo. Más allá de los ideales en juego, es uno mismo que se manifiesta.

Mi única participación en una gran manifestación no fue en Israel sino en Uruguay: “el Río de Libertad” de noviembre de 1984. Recién regresado al país, lo descubría. Los ideales en juego eran universales; pero también una historia personal se ponía en juego. Por eso una manifestación es algo un poco más y un poco menos que una suma de manifestaciones. Cito a Silvio Rodríguez:

«Hoy yo que tenía que cantar a coro 
me escondo de día susurro esto solo

“Hoy mi deber era”