Pittsburgh y Después

Pittsburgh 5779 es tan inequívoco como Amia 5754… sean once u ochenta y cinco los muertos, ambos fueron ataques antisemitas al corazón de la vida judía institucionalizada. Sea una sinagoga en su rezo matinal sabatino, sea la sede la mayor organización social y de servicios judía de un país. El perpetrador conocía su blanco y estaba motivado por su odio ancestral. No hay atenuantes, no hay eufemismos, nada: judíos murieron por el mero y único hecho de serlo. Eso es, fue, y será Antisemitismo. Mientras que en Argentina en 1994 el atentado se encuadra en un gobierno cuyas relaciones internacionales habilitaban ese tipo de terrorismo (la Embajada de Israel había sido un aviso), en los Estados Unidos en 2018 el atentado se encuadra en un texto que habilita el uso de armas (la 2ª enmienda de la Constitución) y en una retórica de odio y xenofobia que creíamos largamente superada. Dicho de otro modo, la conexión iraní en Argentina es el secreto a voces mejor guardado (de hecho, el atentado sigue impune, la muerte de Nisman también), mientras que en los Estados Unidos el atentado es un acto retórico; no sólo en sí mismo, sino por el tipo de discurso y conversación que habilita a partir del hecho.

Las redes sociales, ese eco perpetuo al que estamos irremediablemente sometidos, han reflejado diversos conflictos y posturas respecto a cómo procesar el duelo y expresar la condena. Después de todo, no son lo mismo: salvo coincidencias, por estas latitudes difícilmente conozcamos a las víctimas de la sinagoga Etz Jaim de Pittsburgh; tal vez, por casualidad, conozcamos la sinagoga en sí misma, o tengamos conocidos en Pittsburgh. El duelo es en Pittsburgh, no en Montevideo, Buenos Aires, o Santiago. Por otro lado, el atentado ocurrió allí pero podría ocurrir en casi cualquier lugar del mundo; todos somos judíos que de una forma u otra nos reunimos. De modo que el acto no sólo merece condena, formulación y declaración, esto es casi mandatorio; los judíos llevamos un meticuloso registro de nuestras desgracias así como de nuestras pequeñas y progresivas redenciones.

No se trata tanto de cómo procesamos el duelo, como argumenta Avital Chizhik-Goldschmidt en su columna en www.forward.com el 3 de noviembre, sino cómo marcamos el hecho para la posteridad. Porque los difuntos serán recordados por sus seres queridos, pero el colectivo judío (como sea que lo definamos) recordará el atentado, y como tal debe perpetuarlo. Grupos de estudio o los rezos en las sinagogas como obstinada señal de vida judía son válidos, emotivos, profundos, y significativos para quienes eligen asistir; pero no trascienden más allá de las cuatro paredes que los alojan. No son un hecho público. Las víctimas de Pittsburgh y los sobrevivientes de Pittsburgh estaban en un acto colectivo privado cuando una ráfaga de metralla los expuso no sólo a la muerte sino a la opinión pública. Por eso este tipo de hechos, Pittsburgh o Amia, merecen expresiones públicas de dolor y condena. Mal que nos pese, construyen y refuerzan identidad.

En los EEUU hubo una generalizada convocatoria a asistir a las sinagogas el siguiente Shabat; la convocatoria, redes mediante, llegó a estas orillas. Tan es así que las comunidades en Santiago adoptaron una postura similar. En Montevideo supimos de la convocatoria, y cada uno habrá decidido qué hacer al respecto. Pero la comunidad judía de Montevideo se inscribe más dentro del grupo que, una vez más según Avital Chizhik-Godschmidt, vive el antisemitismo no tanto como una condición inherente a ser judío sino como una injusticia a reparar. Por ello esta comunidad tiende a convocar a actos y no tanto a rezos; estos, repito, quedan más en el ámbito de lo privado, como todo lo religioso en Uruguay. El acto en sí, llevado a cabo el pasado jueves 1 de noviembre en la NCI de Montevideo, fue breve, sobrio, y potente: la presencia de todo el espectro judío comunitario, religioso y laico, es un hecho poco frecuente que pauta la relevancia del acto y la dimensión trágica de su razón de ser. Con eso tengo bastante.

La convocatoria a rezar, estudiar, o “hacer” judío, tal como lo propone Avital, es profundamente significativa pero no es multiplicadora. Que los judíos ortodoxos, como ella señala, elijan el duelo íntimo por sobre el acto público obedece a muchas razones, algunas de las cuales ella señala: el antisemitismo como condición inherente de lo judío, por ejemplo. Creo sin embargo que hay otras razones por las cuales algunos privilegiamos el acto público por sobre el duelo privado en las sinagogas. Como ella bien señala, el antisemitismo es percibido como una injusticia y un mal que debe ser combatido y erradicado; no sólo por si mismo sino por lo que representa como forma de discriminación y xenofobia hacia cualquier minoría. Pero además, porque la vida judía en la modernidad y post-modernidad ha adquirido variantes y versiones tan múltiples y diversas que sólo un acto, en toda su formalidad y brevedad, puede unificar. Está claro que no podemos organizar un rezo colectivo, ni aquí ni en los EEUU ni en Israel; el judaísmo del siglo XXI no lo permite. Pero podemos congregarnos a honrar, conmemorar, recordar, y marcar el tiempo. Eso hicimos en Montevideo y marcó un hito en la historia de este ishuv.

Por último, y no menos importante: un acto permite invitar y sumar a otros. Si entendemos el antisemitismo como un mal de la Humanidad, dar lugar al otro entre nosotros no sólo sirve a nuestros fines, es nuestra razón de ser: luz para las naciones. Lo que tengamos que decir, a diferencia de los rezos, es común a todos, judíos y no. La sinagoga es un ámbito judío, un acto público es un ámbito público; valga la redundancia.

Quedan para otra oportunidad reflexiones acerca del discurso político interno, lo dicho o no dicho, las ya endémicas divisiones que nos atraviesan como pueblo. No porque, como sostienen algunos desde el campo ortodoxo, no corresponda traerlas a colación en medio de la tragedia; sino porque ha prevalecido, por una vez, y no es poco ni menor, el criterio pragmático y unificador por sobre el ideológico y divisivo. Creo que la comunidad judía uruguaya merece un “shejeianu” del mismo modo que las victimas de Pittsburgh merecían ser honradas. Por una vez todos debíamos pararnos por encima de posturas personales e ideologías colectivas. Nuestro mérito fue haber sabido hacerlo.