Elul y la Conversación Judía: el Diezmo.

Reservarás el diezmo de todo lo que dé tu campo cada año”. Deuteronomio 14:22

Cuando lleguemos a Rosh Hashaná, en poco menos de un mes, nos dispondremos a escuchar el Shofar. Cuando lleguemos a Iom Kipur, nos dispondremos a escuchar prédicas inspiradoras. Cuando lleguemos a Sucot, nos dispondremos a sentarnos en una Sucá. Cuando llegue Simjat Torá, nos dispondremos a bailar con los Rollos de la Torá. ¿Acaso sabemos cuánto cuesta un Shofar? ¿Cuánto costó llegar del Iom Kipur pasado a éste? ¿Sabemos cuánto cuesta armar una Sucá? ¿Sabemos cuánto cuesta un Rollo de la Torá? Difícilmente. Saberlo implica un grado de compromiso e involucramiento al que la mayoría escapa.

Tal vez por la propia naturaleza mística y “elevada” de los valores que se ponen en juego en las festividades uno tiende a suponer que su naturaleza obedece a alguna fuerza intangible, si no divina. Cuando en realidad todo, absolutamente todo lo que hacemos en los días festivos judíos, ha sido creado por nosotros, los hombres. Precisamente por aquello de que “con el sudor de tu rostro comerás el pan” (Génesis 3:19), todo tiene un costo. Ignorarlo es una forma de evitarlo; soslayarlo es un camino a la asimilación. Quién no entiende que la vida judía propia y la de las generaciones que lo precedieron se construyeron con donaciones generosas seguramente está condenando el judaísmo de las próximas generaciones.

La Torá (el Pentateuco) está lleno de descripciones de sacrificios; son esas porciones del texto que preferiríamos no leer, que nos resultan extrañas. Es más: la historia de nuestra “genealogía de la palabra”, al decir de los Oz, comienza con un sacrificio controversial y felizmente frustrado, pero sacrificio al fin: “la atadura de Isaac”, el (no) sacrificio de Isaac. Mucho se ha discutido acerca de la obediencia ciega de Abraham. Queda rubricado en nosotros el mito del sacrificio extremo, precisamente el que dios no quiere. Quiere otro, el de aquello que pone a nuestra disposición para sacrificar. Sacrificio en hebreo se dice “korban”, cuya raíz es la misma que “karov”, cercanía, aproximación, relación. La cuestión es cómo nos acercamos, nos vinculamos, con todo aquello que pertenece al campo de lo espiritual, la tradición, la religión, y nuestra pertenencia.

Hay un nivel de acercamiento que tiene que ver con disposición, creencias, conflictos, y en definitiva, la inercia de una tradición que nos conmueve. No es poca cosa; muchos son ajenos a esta experiencia. Pero quienes no escapamos al llamado de las voces ancestrales debemos preguntarnos cómo es que abordamos nuestra cercanía. Cómo nos paramos en ese ámbito que se llama “vida judía” o vida “comunitaria”. Está claro que, a diferencia del canto de las sirenas en Homero, estas voces no buscan seducirnos para perdernos, sino estimularnos para conservarnos. Pues bien, ya somos parte; ¿y ahora, qué?

El versículo acerca del diezmo que citamos viene al caso en especial por el tema de la relatividad: uno da de acuerdo a lo que percibe. Uno comparte su bendición, y se hace cargo de su maldición. El problema es que muchas veces tendemos a ver a las instituciones comunitarias como responsables de nuestro infortunio pero no podemos percibirlas como merecedoras de una parte de nuestra buena fortuna. Sí, fortuna en el sentido patrimonial. Parte de lo que tengo debo compartirlo con el colectivo que me incluye.

Los proyectos de ayuda o inclusión social tienden a ser percibidos como más válidos y merecedores de nuestra generosidad. Lo mismo sucede, en diferente medida, con proyectos educativos puntuales, cenas festivas comunitarias, o proyectos con un fin concreto y de impacto. Lamentablemente, los recursos que aportamos a esos proyectos van en detrimento de lo que yo denomino “vida judía corriente”. Una frase muy común y recurrente es “yo no dono para sueldos”. Como si ganar un sueldo prestando un servicio no fuera parte del sistema en que vivimos. Dicho de otra manera: cualquier proyecto está basado en retribuciones a profesionales capacitados.

Está claro que los recursos de una determinada colectividad, como la judía uruguaya en este caso, son limitados, por grandes o chicos que sean. La fragmentación institucional endémica que nos afecta dificulta aún más el uso de esos recursos, cualesquiera sean. Pero en vísperas del mes de Tishrei, con toda su movida judía, sus “banquetes festivos”, las aglomeraciones en las sinagogas, y la culpa a flor de piel, sería buena cosa preguntarnos cuánto cuesta toda esta agitación; cómo transita una sinagoga o comunidad de un año al siguiente; cómo renueva su propuesta, cómo suma valor si nosotros no sumamos recursos. No hay ayuda social que valga sin estructura que la gestione. Del mismo modo, no hay prédica inspiradora en Iom Kipur sin profesionales que dediquen su vida inspirarnos y enseñarnos.

La responsabilidad de las instituciones, por otro lado, es no crear un “estado judío” en el sentido burocrático e inoperante en el que muchas oficinas públicas se convierten en cualquier lugar del mundo. Ese es el celo que debe prevalecer entre los dirigentes comunitarios. Las instituciones comunitarias judías no deben ser fuente de empleo y trabajo, sino espacios de inclusión y motivación. Eso exige recursos, pero éstos no son el fin, sino el medio. Mientras cuidemos que esta relación no se trastoque, estaremos en el camino correcto.

Por lo tanto, la propuesta no es tanto apoyar la mano sobre el cráneo del chivo expiatorio y enviar nuestros pecados y falencias al desierto, sino tomar el toro por las astas y hacernos cargo de nuestro destino. Sean imágenes bíblicas o helénicas, la analogía vale: hay una instancia de remisión íntima y hay una instancia de acción colectiva. A ésta última apelan las instituciones que nos cobijan y hacen posible nuestra vida judía. Donde sea que nos toque estar, no rehuyamos ni minimicemos el precepto del diezmo. No hagamos ya sacrificios pero sí actos de cercanía y proximidad. No podemos sumar si no sumamos; valga la redundancia.