Denominaciones
Hay temas que por trillados y banalizados uno opta por ignorar. Excepcionalmente, cuando uno ve acumularse argumentos y discusiones bienintencionados pero estériles, uno piensa que debe aportar “su” verdad (subjetiva y relativa, inexorablemente) con el fin de mover la discusión o el “diálogo” (de sordos muchas veces) de su eje de repetición fatídica e inconducente; como esos viejos discos de vinilo que quedan girando bajo la púa sin emitir más que ruidos exasperantes. Porque ciertamente exaspera el esfuerzo de unos y otros por denostar y defender, respectivamente, lo que en definitiva son opciones que ciertas personas rechazan y otras eligen. Exaspera porque en una época también uno estuvo en esas trincheras (de la defensa), hasta que aprendió que no sólo no aporta al colectivo común que nos incluye a todos, sino que no nos aporta como integrantes de ese colectivo. Es algo así como los Debates de los candidatos a la presidencia de los EEUU: no se discuten “issues”, se agreden personas y opciones.
Me estoy refiriendo a la discusión desarrollada en Facebook a raíz del Kabalat Shabat en la playa organizado por Amijai de Buenos Aires, Cipemu de Punta del Este, y NCI de Montevideo en enero pasado. No tengo intención de seguir defendiendo la validez de dicho acontecimiento, aunque está claro que lo suscribo. Tampoco quiero atacar a quienes denostaron y repudiaron la actividad: no tengo mérito para juzgarlos ni invalidar sus críticas. Lo que sí me consta es que algo movilizó profundamente a determinado colectivo “ortodoxo” como para generar semejante movida. Sean las “trasgresiones” señaladas por ellos, sea la súbita pérdida de protagonismo veraniego, la acostumbrada y despectiva indiferencia con que la ortodoxia en Uruguay considera a la opción liberal quedó de lado ante la magnitud del evento y algunas conductas para ellos inequívocamente censurables y para muchos otros apenas cuestionables.
Lo estéril del diálogo radica en las premisas en que se basa; su fracaso está predeterminado en la medida que partimos de axiomas diferentes. La ortodoxia está obsesionada con las respuestas; los movimientos liberales tratan de proponer preguntas: he aquí otra brecha insalvable. La vivencia de lo judío es en un caso un mandato y en otro una aproximación permanente. En términos de Torá, la ortodoxia ha tomado literalmente (como casi siempre hace) aquello de “naasé benishmá”, “haremos y escucharemos”; los otros preferimos escuchar y luego ver qué y cómo hacemos. De nuevo: partimos de puntos totalmente diferentes y por lo tanto no hay chance de que estos caminos se crucen. Cuando celebramos Shabat o festividades, nos escuchamos los unos a los otros desde nuestras respectivas tiendas; sabemos que contamos la misma historia; pero unos la cuentan desde la inmediatez y la certeza, mientras los otros lo hacemos desde cierta distancia, cierto escepticismo. Ambos sabemos que esa narrativa nos define, nos constituye; pero para unos es excluyente, para nosotros es una opción permanente, cotidiana.
El problema con las denominaciones, y esto aplica al mundo judío y a cualquier otra realidad, es que el adjetivo silencia el sustantivo. Cuando nos preguntan qué somos, tendemos a decir “conservador” o “liberal” u “ortodoxo”, en lugar de decir, simple y llanamente, judío. Llevado al plano vivencial, discutir las bondades o perversiones de una u otra denominación sólo consigue apartarnos del único propósito válido del judaísmo: ser parte de una progresión permanente hacia un ideal moral y ético inalcanzable que nosotros mismos, los seres humanos, vamos definiendo y perfeccionando. No soy yo quién para argumentar por medio de citas bíblicas y talmúdicas en este sentido; hay estudiosos en todas las tiendas que lo harán con mucha más autoridad. Pero sí sé, desde chico, que un judío está en el mundo con un propósito; no profundizarlo en aras de perpetuarnos en discusiones denominacionales es el mayor “pecado” que podemos cometer como judíos. Acaso el próximo Iom Kipur debiéramos plantearnos éste como tema central en todas las sinagogas y puntos de encuentro: qué nos hace judíos, no qué nos hace “ortodoxos”, “conservadores”, o “laicos”.
En la famosa y polémica obra “El Mercader de Venecia” Shakespeare pone en boca de Shylock, el judío héroe/villano de la obra, el siguiente parlamento en el Acto I, escena 3:
“I will buy with you, sell with you, talk with you, walk with you, and so following, but I will not eat with you, drink with you, nor pray with you.”
Del mismo modo, parafraseando a Shylock (y no precisamente en su sed de venganza sino en su profundo sentido de lo judío y lo justo), como judíos podríamos decirnos entre nosotros: conversaremos, acordaremos temas de interés común, caminaremos juntos, estudiaremos juntos, pero no comeremos juntos ni beberemos juntos ni rezaremos juntos. Vale decir: acometeremos juntos los temas que nos unen y evitaremos los temas que nos separan. Shylock buscó justicia; no tomemos nosotros la justicia en manos propias juzgando a nuestros semejantes por sus opciones. Si existe una noción de dios que encuentro adecuada es aquella que limita mi omnisciencia y mi omnipotencia. Asumo que hombres y mujeres de mayor dedicación religiosa que la mía, en todas las tiendas, tendrán claro este concepto.
Este ishuv, el uruguayo, tiene mucho camino para recorrer en un sentido constructivo. Si discutimos legitimidad, halajá, y Rabinos, nos metemos en un laberinto. Peor aún: cada tanto nos encontraremos con el minotauro que quiere destruirnos. Si por el contrario elegimos caminar por caminos paralelos y próximos, escuchándonos porque estamos cerca, seguramente cuando nos toca detenernos y pensar, meditar, u orar, estaremos más en paz con nosotros mismos. La noción del próximo prójimo, del hermano que elijo no tirar al pozo sino que camina cerca mío, es el mejor “tikún”, la mejor reparación, que podemos hacer frente a nuestra imperfección como pueblo. Estoy seguro que no queremos, como pueblo, ser ni como Caín y Abel, ni como Iaacov y Esav, ni como Iosef y sus hermanos, sino como Efraím y como Menashé. Juntos bajo una misma bendición.