Gaza 5778

Gaza es tanto el talón de Aquiles como el caballo de Troya de Israel: como estado y como nación. Por un lado es el punto débil aunque no mortal del andamiaje de seguridad israelí en toda su sofisticación; por otro es el enemigo metido detrás de las murallas virtuales que ese andamiaje ha construido. Troya no caerá pero por cierto que sí sus mejores hijos y sus mejores valores, como cayeron Patroclo y Héctor en la “Ilíada”. Porque todos sabemos que en las guerras míticas están en juego las ambiciones de las personas así como sus valores. No hay guerras sin motivaciones mezquinas, personales, y económicas, pero tampoco están libres de conflictos ideológicos o históricos, casi irracionales. Acaso Gaza represente hoy más que nunca, desde la obstinada y ciega intransigencia del dominante Hamas, ambos niveles de un conflicto: los concretos (territorios, economía, corrupción) y los ideológicos (el profundo odio a los judíos y su Estado hasta el punto aspirar a su desaparición). Gaza se ha convertido en la expresión de un mito donde los roles se han invertido. Si bien Israel mantiene a raya a Hamas dentro de las estrechas fronteras de Gaza, el costo moral y de opinión pública de hacerlo es superado sólo por el costo de las bajas que ello implica. Tal vez no caiga Troya, pero no es esa la vida que los troyanos quieren para sí.

La leyenda bíblica cuenta cómo David mató a Goliat, parte de las permanentes luchas entre los filisteos (antiguos pobladores de la amplia zona que incluye a Gaza, sobre la costa mediterránea) y los Hijos de Israel, al comienzo de su siglo monárquico unificado. Acaso la leyenda del desconocido David venciendo al gigante cimentaba su aspiración monárquica una vez que Saúl no había estado a la altura de las circunstancias. Como sea, los filisteos eran y fueron siempre un problema para las tribus israelitas hasta que David, ya como rey, consolida un pequeño imperio que prevalece durante su reinado y el de su hijo Salomón, unos ochenta años. Así cuenta la Biblia. Una vez más, a falta de pruebas históricas, estamos frente al mito: sólo que en este caso los débiles éramos nosotros, nuestros antepasados: luchábamos con gigantes. Tal vez por eso “Bibi” Netanyahu es popularmente asociado al rey David como “rey” de Israel, único capaz de mantener a raya al enemigo. Es un problema, porque muerto David, muerto su hijo Salomón, poco duró el control de la situación. En definitiva la Historia nos demuestra que los hechos no se repiten pero se parecen; el enemigo viene más o menos siempre del mismo lado; y si bien al final prevalecemos (no nos aniquilan), los costos son siempre altos.

El costo que paga Israel por mantener a raya a sus enemigos en sus fronteras es altísimo no sólo en término de vidas humanas sino en costos económicos, impositivos. También lo es en términos éticos y morales. El rol de superpotencia, el rol de mayoría, el rol de gobierno civil sobre minorías no es algo que la historia judía nos haya enseñado. Israel, y el judaísmo todo, lo están aprendiendo sobre la marcha, en el terreno, y ensuciándose las manos mientras lo hace. Cómo reaccionar a avalanchas multitudinarias organizadas en tu frontera, cuando los manifestantes no son precisamente pacíficos, es todo un dilema. Probablemente no hay otra forma de resolver el asunto que no sea cómo se ha venido resolviendo en estos días. Por supuesto hay muertos; que por ahora sólo sean del lado palestino es cuestión de tiempo y puntería: ya llegará la “piedra” solitaria que alcance algún “gigante” israelí. Parte del problema es precisamente ese: el mito se ha dado vuelta, nosotros somos Goliat, ellos son David. Las imágenes de las Intifadas con los adolescentes, niños, saliendo a enfrentar a hondazos a los soldados israelíes (también ellos adolescentes), no podían ser más gráficas en toda su dimensión bíblica.

La opinión pública en todos los niveles ha soslayado las atrocidades en Siria durante los seis años que dura esa guerra civil, así como otros hechos trágicos en Cercano Oriente, África, y hasta los asesinatos a tiros acaecidos como plaga en los EEUU. Se escuchan gritos aquí y allá pero nunca una campaña sostenida de condena, día tras día, a males endémicos que avergüenzan a la humanidad. Israel se ve enfrentado a una coyuntura, debe resolver una amenaza, y la condena no es sólo inmediata sino automática, irracional, tergiversada, manipulada, y perversa. Israel tuvo, en términos históricos, su ventana de oportunidad durante poco más de veinte años, entre 1945 cuando se develó la Shoá, y 1967, cuando se conquistó el Sinaí, el Golán, la Cisjordania, y se unificó Jerusalém. En aquellos años éramos los débiles y el mundo se compadecía; hoy los roles han cambiado: los compadecidos son ellos y nosotros los agresores. Las narrativas, como si fuera un ajedrez, han hecho un enroque. Los palestinos se han adueñado de la narrativa judía. La diferencia es que no hubo Shoá, genocidio (digan lo que digan); lo que hay es un problema humano de proporciones casi inabarcables a esta altura de los acontecimientos.

Si somos percibidos como los Goliat de turno, difícilmente la “hasbará” o esclarecimiento, las batallas mediáticas en las redes, o las conferencias de nuestros amigos y partidarios como Pilar Rahola puedan desandar el camino de la condena internacional permanente y prejuiciosa. No importa cuántos niños sirios salvemos en los hospitales israelíes, el primer tiro en Gaza desatará la condena. No son vinculantes. Nadie está interesado en vincular nada. Es el viejo mito antisemita, reeditado.

Puertas adentro, al interior de nuestras tiendas, la pregunta es si algunos de nosotros no nos estamos percibiendo como Goliat, si algunos no estamos adhiriendo a la narrativa palestina, por la cual nos hemos convertido en un pueblo perseguidor, dominante, y sin ética. Estoy convencido que no, que no somos nada de eso. La conversación judía debería girar en torno a nuestras falencias, a nuestros desatinos, a nuestras debilidades, y a cómo recuperamos, mantenemos, y actualizamos los valores sostenidos durante siglos frente a las nuevas realidades que nos desafían. Debemos defendernos en Gaza y en cualquier otra frontera, pero al mismo tiempo debemos darnos el espacio de comprender, en toda su complejidad, qué está sucediendo. Ya nada es tan simple como que “el mundo está en contra nuestro” y nos quiere borrar del mapa; hoy nosotros somos una fuerza real y concreta en el mundo. Debemos asumir las responsabilidades. Sean palestinos, sean refugiados africanos, sean hijos de filipinos que vinieron a trabajar a Israel y se quedaron; sean quienes sean los otros.

Como nunca el mensaje de Pesaj se actualiza: porque esclavos fuimos en Egipto, nuestros valores deben ser siempre prioritarios. Aun cuando estemos obligados a disparar desde nuestro lado de la frontera.