Sionismo y Fronteras
Anshel Pfeffer, Haaretz 30 de setiembre de 2017
El miércoles por la noche hubo una apretada agenda de aniversarios. Benjamin y Sara Netanyahu fueron trasladados desde la ceremonia festiva en Gush Etzion, conmemorando los 50 años de asentamiento en Cisjordania, al Monte Herzl, en el norte de Jerusalem, para los 120 años del primer Congreso Sionista. El primer ministro tiene el privilegio de pasar por los controles de seguridad en un convoy que rápidamente evita el tráfico de la hora pico de la capital. Como resultado de una planificación torpe, la mayoría de los demás dignatarios tuvieron que elegir a qué conmemoración asistir.
Netanyahu no tiene sólo una ventaja terrenal en cuanto al transporte. Es un hábil viajero del tiempo capaz de pasar por alto los 70 años de historia sionista que separan a ese primer Congreso en la sala de conciertos del Stadtcasino de Basilea, donde los judíos europeos seculares se reunieron para discutir un lejano estado judío, de los jóvenes espartanos religiosos israelíes, «hijos de Kfar Etzion», que tres meses después de la Guerra de los Seis Días regresaron a las ruinas del kibutz de sus padres al sur de Jerusalem, que había sido destruido durante la Guerra de la Independencia 19 años antes.
El «evento nacional» en Gush Etzion llegó a los titulares debido a la negativa pública de la presidenta de la Corte Suprema, Miriam Naor, a enviar a uno de sus jueces a la ceremonia, y porque los líderes del Partido Laborista no fueron invitados formalmente. El gobierno fue acusado, acertadamente, de haber elevado un mitin político partidario a un estatus «nacional» y de usarlo luego como prueba de lealtad para el poder judicial y la oposición.
Pero ¿qué pasaría si hubiera actuado de manera diferente? Después de todo, Kfar Etzion, el primero de los asentamientos de Cisjordania, fue restablecido con la bendición del primer ministro laborista Levi Eshkol, al igual que el puñado de asentamientos construidos allí, en la Franja de Gaza y en los Altos del Golán durante la década siguiente, hasta que el Likud llegó al poder en 1977. ¿En qué momento de los últimos 50 años un sionista pone límites cuando cree que Israel hizo un giro equivocado al permitir y ayudar a los israelíes a vivir más allá de la Línea Verde?
Está muy bien decir que uno cree en dos estados y votar en consecuencia por los partidos sionistas de centroizquierda, pero, al hacerlo, se debe aceptar que, en algún momento durante los últimos 120 años de historia sionista, hubo un cruce de caminos donde el esfuerzo se desvió de su curso. Si uno no puede decir dónde ocurrió y quién dio el paso equivocado, entonces ¿qué es lo que le permite acusar a Netanyahu de distorsionar el sionismo, cuando él insiste en que cada judío que vive en Cisjordania hoy está ahí por derecho y que nunca se verá obligado a mudarse en el futuro?
Pero no hay una respuesta clara. El 27 de setiembre de 1967, cuando los jóvenes colonos de Kfar Etzion regresaron a la tierra de sus padres, hubo una ceremonia oficial en la que el principal asesor de Eshkol, Raanan Weitz, dijo que «no hemos desposeído a nadie estableciéndonos aquí». Se estaban diciendo a sí mismos que regresar a Kfar Etzion era sólo un pequeño acto de justicia histórica, y no un asentamiento en el corazón de Cisjordania. Más tarde esa noche, cuando la comunidad renacida celebró su propia fiesta privada, los nuevos kibutzniks, muchos de ellos egresados de un sistema de educación religiosa más nacionalista, tenían claro de que esto era sólo el comienzo. Pero a medida que el nuevo movimiento empezaba a marcar nuevos baluartes, muchos de los ideólogos nostálgicos del movimiento obrero los veían como sus representantes, versiones frescas de ellos mismos cuando jóvenes. Mientras tanto, otros pragmatistas más perspicaces, como Moshe Dayan y más tarde Yitzhak Rabin, predijeron el problema que había por delante.
El dilema de qué hacer con los territorios ocupados y sus habitantes árabes puede haber comenzado después de la Guerra de los Seis Días, pero fue el producto de un punto ciego mucho más amplio que se remonta a los primeros días de Herzl. Su romántica visión de una república judía centroeuropea en el Medio Oriente incluía a rabinos domesticados que conocían el lugar que debían ocupar en sus sinagogas y a oficiales con mente cívica que permanecían en sus cuarteles, además de jóvenes hombres cultos jugando al fútbol y al cricket. No incluía un plan para las relaciones con los vecinos no judíos. Incluso el mucho más pragmático David Ben-Gurion, que tomó la histórica decisión en 1947 de aceptar el plan de partición propuesto por las Naciones Unidas, dos años más tarde, después de que la Guerra de Independencia había sido luchada y ganada, evitaría discutir las fronteras permanentes en las negociaciones de alto el fuego. Al igual que todos los líderes de Israel posteriores a 1967, incluyendo a Netanyahu, prefirió un estado con fronteras indefinidas antes que tener que tomar decisiones difíciles sobre quién y qué incluiría dentro del estado judío.
El próximo aniversario de los israelíes será el domingo, cuando miles se reunirán en los cementerios militares para marcar los 44 años transcurridos desde la guerra de Iom Kipur. Fueron necesarias las 2.688 muertes israelíes de la guerra para comprender el simple mensaje de que Israel no podía retener indefinidamente la península del Sinaí, y que lo que había que hacer como sionistas, era retirarse como parte de un acuerdo de paz con Egipto. Pero 120 años después que Herzl convocó su congreso en Basilea, la cuestión espinosa de cómo los judíos pueden compartir su patria con otra nación que vive en ella sigue sin resolverse. Hasta que finalmente la abordemos, los políticos oportunistas y populistas seguirán utilizando la ambigüedad para hablar con slogans y dividir.
Traducción: Daniel Rosenthal