Hebrón
“Something there is that doesn’t love a wall,”
Robert Frost, “Mending Wall”
Parafraseando al poeta, podríamos decir: tenemos un problema con los muros. Ya sea el “de los Lamentos”, el Kotel, ya sea la tumba de los patriarcas, la “Mearat Hamajpelá” en Hebrón. Hace muchos años escribí que, habiendo salido de los guettos no hacía una generación, era absurdo construir un muro que nos separe del mundo en la supuesta frontera con la Autoridad Palestina; hoy no lo hubiera escrito, viendo cómo el muro, entre otros factores, detuvo la 2ª Intifada. Aun así, tengo algo con los muros: no me gustan. Un muro es ideológicamente incorrecto, es anacrónico, y simboliza valores perimidos. No hace un mes recorrí las murallas de Ávila, que dan fama a la ciudad; no es más que un recorrido panorámico. Lo mismo puedo decir de las murallas de Jerusalém. Recorrerlas permite ver la ciudad, nueva y vieja, árabe y judía, desde diferentes perspectivas; me gusta verlas desde la Cinemateca de Jerusalém; me gusta ver un espectáculo de música y luz proyectado sobre ellas. Pero en términos reales, ni muros ni murallas tienen mayor sentido.
Por eso la discusión del #Kotel no es sobre “el Muro” sino sobre el judaísmo, del mismo modo que la declaración de la Unesco respecto de Hebrón y la Tumba de los Patriarcas no es acerca de un sitio arqueológico sino acerca de una narrativa. Personalmente, puedo vivir sin peregrinar a Hebrón, como podría vivir sin ir al Kotel cuando visito Israel. Ambos son, para mí, tan simbólicos como llevar una estrella de David en el pecho, que de hecho nunca he llevado. Pueden ser importantes para muchos, pueden serlo puntualmente para mí, pero no hacen a la esencia de quién soy: un judío inserto en su historia. Es mucho más directo que un símbolo, es cuestión de palabra.
Cuando la UNESCO hace este tipo de declaraciones y “listas” está de hecho enfrentando al mundo occidental y cristiano en el origen mismo de su historia: la llegada del patriarca Abraham a la tierra de Canaán y la compra de la cueva de Macpelá de Efrón el hitita, tal como se describe en Génesis 23. Paul Johnson comienza su “Historia de los Judíos” precisamente en este hecho fundacional y documentado en forma contractual, lo que, según él sostiene, valida a la Biblia como fuente histórica en buena parte de su contenido. Más allá de toda discusión acerca de la historicidad de los hechos, toda una civilización está sostenida en una transacción que vincula un hombre, una familia, y luego un pueblo, y más tarde dos religiones universales con una tierra. Toda historia puede contarse de muchas maneras, pero lo que no se puede es negarla lisa y llanamente.
Por supuesto que a la decisión de la UNESCO corresponden las reacciones que se han suscitado, desde la opinión pública hasta la del gobierno del Estado de Israel. Pero a nivel nacional, a nivel interno del pueblo judío, desgastarnos en discutir la legitimidad o no de la decisión o la legitimidad o no de nuestro vínculo con el sitio en cuestión es un esfuerzo estéril. Nuestro ser judío no se construye sobre las piedras del Kotel o la santidad de Mearat Hamajpelá sino sobre la conversación judía que mantenemos entre nosotros y con el prójimo acerca del mundo en que vivimos. El judaísmo dejó de sostenerse en piedras y sacrificios hace dos milenios, del mismo modo que se independizó de la “santidad” atribuida a ciertos lugares. Somos un pueblo que se regodea en sus recuerdos convirtiéndolos en ideales, al mismo tiempo que nos concentramos en el día a día en perfeccionar nuestra existencia. Abraham, Isaac, Jacob, Sarah, y Leah, así como Rajel, no son centrales ni nuestros por santos o sagrados, sino por memoria. Son parte de lo que Amos y Fania Oz denominaron nuestra “genealogía de la palabra”. Nada que ver con piedras, muros, mucho menos tumbas.
Diga lo que diga la UNESCO en sus resoluciones políticas nosotros seguimos leyendo, año a año, cómo Abraham vino a comprar esa porción de tierra con una cueva para erigirla en tumba de su esposa. Así como lo leemos lo creemos, y así seguimos enterrando a nuestros muertos. Del mismo modo que seguimos llorando la destrucción de los dos Templos de Jerusalém en Tisha BeAv, postergando la construcción del tercero para mejor oportunidad, la Tumba de los Patriarcas nos evoca y convoca, pero no nos define. Estamos muy ocupados tratando de ser lo que hemos elegido ser como para distraernos con narrativas politizadas y accidentales.