Odio Gratuito

El Talmud nos cuenta que la caída del 2º Templo de Jerusalém en 70 EC se debió al “odio gratuito” entre “hermanos”, o sea, entre los judíos. La Historia nos cuenta una versión menos moralista pero no reñida con la talmúdica: que el pueblo judío estaba profunda e ideológicamente dividido en facciones. Al conocido triunvirato de los fariseos, los saduceos, y los esenios, podemos sumar a nazarenos, zelotes, y sicarios. Además de su percepción estrictamente religiosa (o sea, cómo vincularse con Dios), tenían diferentes estrategias para lidiar con la sumisión al imperio de turno, el Romano; el Imperio que puso fin al Israel antiguo.

Dos mil años más tarde, como dice el himno nacional del Estado de Israel, la esperanza no está perdida: ser un pueblo libre en nuestra tierra, la tierra de Sión, Jerusalém. Mejor pertrechados y con un poder real inconcebible durante esos dos milenios, seguimos luchando por ese mismo derecho a la soberanía: el 7 de octubre no nos atrasó sólo cien años como dicen muchos, sino veinte siglos. En lugar de un imperio unificado como el romano hoy existe un eje chiita liderado por Irán y una alianza sunita a la que nos conviene sumarnos. La amenaza existe, es real. La diferencia radica en que hoy somos protagonistas; en el siglo I EC éramos agitadores y víctimas.

El paso del tiempo debería habernos enseñado y deberíamos haber aprendido. La tradición rabínica, que llega hasta nuestros días, supo atemperar la furia nacionalista de las épicas macabeas o la epopeya de Masada al tiempo que preparó al judaísmo para sobrevivir en un estado de exilio permanente que fue deviniendo en una visión mesiánica de redención. El Sionismo es una versión de la visión mesiánica. Tampoco escapa a la dinámica judía de la división y la confrontación interna. Por todo esto, si Israel, como confiamos, no sucumbe a las fuerzas enemigas, bien podría sucumbir a su propia división.

Eso no significa desaparecer como sucedió en el siglo II EC después de la rebelión de Bar Kojba, pero bien podría suceder que Israel quede en manos de minorías dogmáticas, expulsivas, y asfixiantes para sus mayorías liberales y pluralistas, las que hasta ahora construyeron el Estado y han sabido convivir en tan poco espacio con concesiones recíprocas. El radicalismo no es sólo un fenómeno islámico; nadie está inmunizado. Por todo esto, al tiempo que Israel libra sus batallas en las fronteras y en la diplomacia internacional, el “odio gratuito” que emerge de sus entrañas no ayuda a la causa.

Si en la diáspora vivimos pendientes de lo que sucede en Israel, si juzgamos para bien o para mal a sus líderes o su falta de liderazgo, si criticamos o apoyamos las posturas seculares o las ultra-ortodoxas, tal vez sea honesto mirarnos en el espejo y evaluar cómo nos estamos comportando nosotros. Aquí, en la comarca, ¿hemos sucumbido al “odio gratuito”?

Cuando nos atacan, por cierto que no. Supimos alinearnos ante el embate del 8M o del affaire Spektorovski; nos hermanamos con los judíos “de izquierda” que despiertan de su idílico sueño del hombre nuevo para darse de bruces con la pesadilla del antisemitismo más vil entre sus “compañeros”. Cuando somos víctimas, no hay “odio gratuito”, hay solidaridad. Aun así, hay minorías que creen que deben llevar la lucha contra el flagelo antisemita en forma autónoma, agresiva, y descoordinada, como una suerte de zelotes versión siglo XXI.

¿Qué pasa cuando prescindimos del entorno y vivimos nuestra vida judía comunitaria? Se trata del mismo desvelo de nuestros sabios talmúdicos: cómo resolvemos nuestras vidas judías. La realidad es que a partir de la Ilustración en el siglo XVIII el judaísmo encontró diferentes caminos a través de las diferentes corrientes que hoy todos conocemos. El cisma que supuso la Reforma y luego el Movimiento Conservador enfrentados a lo que quedó del lado de la “ortodoxia”, en todas sus variables, nunca ha sido superado, y a esta altura de la historia, en lo personal, ni espero ni me preocupa que lo sea. Es más: creo que el judaísmo se seguirá fraccionando en concepciones cada vez más específicas y originales, pese a quién pese.

La pregunta final es si, a nivel local, somos capaces de eludir la pulsión del “odio gratuito”. Lamentablemente, por más esfuerzos que se hagan, en la cotidianeidad de nuestros vínculos como judíos el desprecio y la descalificación están a la orden del día. No importa cuántas sinagogas haya en Montevideo, la única válida será la mía. Algunos podemos llamarnos a silencio y no juzgar públicamente cuando nos toca visitar otro minián, aun cuando lo encontremos decadente, anacrónico, y con un discurso más mágico que religioso; pero algunos no resisten el impulso de ofender. El “odio gratuito” contagia: si te destilan odio, terminas sucumbiendo al mismo.

Hace mucho tiempo que no libro batallas por el “reconocimiento” mutuo (una quimera), ni siquiera por el respeto que cada judío merece. Así como no creo que estar pendiente del antisemitismo me haga más o mejor judío, tampoco creo que estar pendiente de la opinión de mi “hermano” acerca de la validez de mis opciones me aporte nada a mi identidad judía. Pero, de tarde en tarde, en forma sorpresiva, doblo una esquina y me topo con la ofensa que, como el odio, es gratuita. Entonces siento que debo volver al viejo trillo, las viejas y (no tan) perimidas causas de otrora. Porque al final del día, un judío es un judío.

Esta preocupación concreta e inmediata queda enmarcada en el contexto de la mayor crisis existencial del pueblo judío desde la Shoá. La crisis no obedece sólo al contexto global sino al contexto interno. Sí, tal como hace dos mil años. El “3er Templo” está amenazado, y el “odio gratuito” sólo logra debilitarnos. El Imperio Romano no cayó por el embate de una fuerza enemiga (que por supuesto contribuyó a su caída) sino por su propia desintegración interna; simplemente se desmoronó y pasó a existir bajo la forma del Cristianismo. No demos por sentado todo aquello que valoramos y amamos; no saboteemos la labor de siglos que nos trajo hasta el mejor de los tiempos posibles para el pueblo judío de tal modo que retrocedamos dos mil años. Al tiempo que enfrentamos al enemigo de turno, libremos la batalla por nosotros mismos, por nuestra alma, y nuestros valores. El desafío no es menor, como me ha tocado comprobar una y otra vez.