El Día 101: Raanana.
No quería estar ausente el día 100; por repetida que fuera y por lo que valga, quería mi palabra on-line, mi percepción y mis expectativas expresadas con la mayor mesura posible.
El día 101 me desbordó. Vengo penando por mi otra patria, Israel, desde el 1 de noviembre de 2022 cuando Netanyahu consigue armar su coalición de extra derecha, dogmática, casi racista. Cuando empecé a entender lo que estaba en juego con la reforma judicial promovida por Levin & Rothman (suena a buffet de abogados en NYC) mi pena se convirtió en estupor. Cuando recibí, sábado a sábado, las imágenes de las movilizaciones (protestas) civiles en todo Israel, fui escépticamente entusiasta; debo reconocer que más escéptico que entusiasta, y esto último en honor a mis amigos israelíes inmersos en la causa.
Cuando amanecimos con las noticias de la invasión, masacre, y abducción del 7 de octubre de 2023, en medio de una serie de compromisos ya asumidos, estaba incrédulo. No podía, no capté, la dimensión de los hechos. Tenía planificados dos viajes, que en definitiva cumplieron sus propósitos (ambos más que justificados) pero supusieron un desamparo mutuo: el de mis seres queridos y próximos y el mío propio. Si durante casi todo un año estuve pregonando la desintegración en valores de Israel, cuando se vio amenazada su integridad física no tuve otra opción que ir callando, pausarme, llamarme a prolongados silencios. No sólo por no convertirme en un pastor solitario, sino porque me quedé sin palabras. Por lo menos, sin palabras compartibles; a uno nunca le gusta que lo tilden de traidor a la causa que ama.
El día 101, 15 de enero de 2024, amanezco con un mensaje de mi madre, desde Kfar Saba, informándome del atentado en Raanana. Con su radio y TV encendidas, a esa hora ella todavía me informaba más que los medios. No es lo mismo leer una noticia o escucharla de un locutor que de una madre entrada en años y sensibilizada hasta el dolor. Inmediatamente contacté a mis seres queridos que viven en la zona: hermana, amigos; ninguno se vio afectado. Por la locación de los atentados, pude haber ampliado el círculo mucho más, pero asumí que las malas noticias llegarían por sí solas. No llegaron, para mí; pero sí llegaron para familias y amigos de una veintena de personas afectadas, entre ellas una asesinada.
Hay algo personal con Raanana, algo que reduce lo que yo vivo como una tragedia nacional (me consta que los judíos no usamos demasiado ni nos gusta el término griego “tragedia” pero creo que aplica) a una experiencia de angustia personal. Una de las esquinas de la sucesión de atentados, Ahuza y Sderot Ierushalaim, al borde del parque de Raanana, es mi lugar de encuentro con una amiga de la vida. Así me lo dijo ella: “en el Arcaffe donde tú y yo nos encontramos”. No una vez, sino cada vez que visito Israel. Raanana está al oeste de Kfar Saba, donde vive mi familia; son dos ciudades bien distintas pero muy conectadas; sólo las separa la antigua ruta 4; sí, la ruta bíblica que usaban los ejércitos entre Egipto y la Mesopotamia, evitando las dunas de la costa y las montañas de Judea y Samaria.
Es precisamente esa dimensión histórica mezclada con la inmediatez que nos dan los seres queridos y nuestro propio transitar por esas calles las que provocan esta angustia tan personal. Tal vez difícil de compartir. Desde que comenzó este proceso a finales de 2022 (para mí es un proceso en dos etapas: una la interna, ahora la guerra, y ya está todo en un mismo paquete) he sentido que me fueron quitando el relato sionista con el cual crecí y al cual le debo mi compromiso estructural con el judaísmo. Nada de lo que hice o haré se explica sin ese relato de pioneros, ideales, justicia, y soberanía. El 7 de octubre mataron y vejaron a los pioneros, invadieron nuestra soberanía, y culminó un proceso fatal de deterioro de ideales y valores. El 15 de enero en Raanana, aunque yo viva en Uruguay, eso me pasó a mí, como ya les pasó a tantos otros.
Este no es un análisis de la situación ni especulación acerca del futuro. Creo que los judíos, en la mejor época que nos ha tocado vivir en la historia, estamos reviviendo pesadillas que creíamos superadas. La mitad del mundo es antisemita, y la otra mitad oscila de la indiferencia al apoyo incondicional. Nuestros enemigos, mediante estrategias viles e inescrupulosas, han encontrado la forma de vulnerarnos. Podemos ganar en el campo de batalla, aunque este tipo de guerras son especialmente complejas; pero ahora todos saben que entrar en Israel no es imposible y que una vez dentro el daño es enorme. Además de protegerse con “escudos humanos” (frase abusada si las hay), el enemigo está amparado por la opinión pública internacional. El lobby sionista, a la larga, pierde su batalla ante el poder del lobby palestino.
Esto ha sido un intento de compartir una profunda tristeza, tal como no había conocido en mis 66 años de vida. “También esto pasará” puede ser cierto, pero hoy no es pertinente ni es consuelo. “De Iom Kipur 1973 surgió Camp David y la paz con Egipto”, es cierto, pero esto no es lo mismo: en 1973 en tres semanas Israel dio vuelta la situación; ahora no lo consigue en tres meses y las amenazas se multiplican. Además que Irán no es Egipto y nadie quiere ser Sadat. De modo que permítanme, si han leído hasta acá, proponer una vez más una mirada introspectiva y auto-crítica, un esfuerzo en reconocer una nueva realidad, y la honestidad en reconocer que el proceso sionista vive y lucha pero no tiene comprado el futuro. Los vecinos no nos quieren allí. Nosotros estamos allí. Como me dijo otro amigo en relación a la reforma judicial, “vinimos hace cuarenta años por un ideal, ¿a dónde nos vamos ahora, qué les decimos a nuestros hijos?” Son preguntas difíciles que todos debemos hacernos. Del 7 de octubre de 2023 al 15 de enero de 2024, son más vigentes que nunca. ¿Qué les contaremos a nuestros hijos?