Pequeña elegía personal
Por la elevación del alma de Aliza bat Ilse & Kalman, Alicia Szlecki Z’L
“se ha muerto como del rayo, tan temprano.” de ‘Elegía’ de Miguel Hernández.
Esta víspera de Navidad la tradicional urgencia que cede ante la melancolía aquí en Montevideo ha conjugado los versos del poeta con la inesperada tristeza por alguien que debió vivir muchos años más. Hay muertes que son apenas cercanas, que nos rozan, pero que tienen la particularidad de convocar a todos nuestros muertos, ser catarsis de nuestro duelo más íntimo.
Está muy claro cómo uno duele a un ser próximo; más difícil es saber cómo doler al prójimo que de tanto en tanto se atraviesa en nuestras vidas. Alguien que representa mucho más de lo que en realidad lo conocemos. Alguien sobre quién sabemos más por otros que por una ocasional interacción personal. Alguien que invariablemente nos sonrió en cada encuentro casual.
Se puede ser mayor, se puede ser viejo; no es tan sencillo ser empecinadamente espléndido.
Lo que tampoco debería suceder es irse antes de tiempo. Ese tiempo que esta persona marcaba tan meticulosamente en la agenda de su vida. No lo sé, no nos habíamos detenido a charlar hacía un tiempo, pero estoy seguro que “el rayo” que la nochebuena partió la tormentosa noche montevideana se llevó consigo un proyecto, un próximo viaje, un próximo libro, un plato que todavía cocinaría.
¿De dónde vienen las personas que pueblan nuestras vidas, esas que circulan en nuestro derredor por décadas, que son una anécdota, alguien querido por alguien que uno quiere tanto? ¿Cómo se transforma esa persona de noción en certeza? Al punto que llegada una etapa de la vida, uno empieza a percibirla como patrón de medida.
Hay personas que son desde siempre recuerdos. Uno las quiere, las lleva consigo, les debe tanto, son parte de nuestra historia. Uno sabe porque se emociona. La memoria se ocupa de guardar lo que la vida distancia. Simultáneamente, hay personas que no son recuerdos sino signos y señales, referencias de caminos distintos pero posibles. Tal vez uno no las entienda nunca del todo por sus propias limitaciones; pero ahí estuvieron, estaban; hasta ayer.
Tal vez sean un espejo en que uno no quiere mirarse porque el desafío es tan grande. Quién puede, sin ser Dorian Gray, enlentecer de tal modo el tiempo, hacer un hábito de la hora que sigue, del día siguiente, del próximo otoño en el hemisferio norte, o del reencuentro en el que nunca cejó aunque nunca se diera. Cómo se hace todo eso con una eterna sonrisa, con un entusiasmo casi infantil.
A través suyo he aprendido de generosidad y afecto, de constancia y fidelidad, de la dimensión humana de mis padres no desde el discurso sino desde la acción y la constancia. Dos personas que eran una. Dos personas que yo, en definitiva, conocía poco, pero me enseñaron tanto.
Que esa pareja haya quedado partida al medio me conmueve profundamente, moviliza mis dolores más profundos, sensibiliza mi propia historia en forma tan inesperada como inspirada. Había entendido, no hace tanto y vida comunitaria mediante, que no debía desaprovechar ese legado que mis padres me dejaron en ellos. Tal vez fue un poco tarde, pero nunca es tarde para admitirlo.