Tracción Comunitaria
Últimamente se ha puesto de moda el uso de la palabra tracción y el verbo traccionar, y no precisamente por su uso literal sino simbólico: la acción de mover algo de un punto o estado a otro. Traccionar supone avanzar. Cuando alguien dice de una institución que “tracciona” está diciendo que dicha institución es una fuerza que mueve y hace posible la transformación de la realidad. El sustantivo y el verbo, tracción y traccionar respectivamente, aplican a la vida comunitaria judía. Hay instituciones que traccionan y otras que capitalizan su esfuerzo. Algunas traccionaron en el pasado pero han perdido fuerza; otras traccionan en su propio trillo, como las escuelas; y otras traccionan y dejan, además, despejado el camino para terceros; estas últimas son Las Comunidades.
En su concepción más original, histórica, y clásica las comunidades han sido la tracción de la vida judía a lo largo de la historia. En algún momento supieron concentrar todas las necesidades y funciones inherentes a la misma; hoy han cedido parte a instituciones más especializadas que, a su vez, hicieron más eficiente la gestión de sus fines. Tal vez el ejemplo más claro y temprano son las escuelas, en cualquiera de las versiones que supimos conocer y todavía conoceremos. Paradójicamente, tal vez la última función en desprenderse del tejido comunitario sea, algún día, el cementerio; pero la vida, y por qué no la muerte, está llena de sorpresas y las demandas de los judíos nos exponen a nuevos desafíos.
El eje de la vida comunitaria solía ser, en un orden aleatorio, más o menos el siguiente: la religión bajo la forma de una sinagoga y un rabino; la educación a través de algún tipo de institución formal y no formal; la ayuda social; la cultura; y el no siempre debidamente ponderado ciclo de vida judío (nacimiento, ritos de pasaje, casamientos, muerte).
Aún cuando muchas de las comunidades han visto reducidas sus funciones en cantidad y/o calidad a causa del fenómeno de la diversificación, la tracción que ejercían debe mantenerse mientras que los recursos que permitían ese esfuerzo también se ven “diversificados” a través de la fragmentación.
Más allá de la mayor o menor eficiencia de La Colectividad en general en manejar sus recursos (por ejemplo, en aras de la pluralidad e incluir la mayor cantidad de judíos posibles siempre existió más de una escuela), es indiscutible que multiplicar la demanda (de participación y de contribución) disminuye la fuerza de cada institución. La teoría económica del libre mercado no aplica en la vida comunitaria. Más aún: el fenómeno conocido como la “adquisición” o “fusión” (merger) está considerado casi tabú.
Así como un tractor arrastra un arado o siembra su propio surco, así como mueve un sistema de riego de un lado al otro del campo, así como arrima peones herramientas e insumos para mantenimiento, una comunidad arrastra consigo una cantidad de funciones sólo perceptibles cuando la vida nos obliga a detenernos y mirar. El día que nuestro hijo o hija está apto para asumir sus mitzvot (obligaciones) en la comunidad nos damos cuenta que la precisamos. Esperamos llegar y encontrar un rabino que nos reciba, un maestro que nos enseñe y una infraestructura que nos facilite atravesar un momento tan trascendente. Del mismo modo, y hasta un límite muy creativo y variado, surgen todo tipo de nuevas necesidades todo el tiempo.
Abrazar ciertas causas específicas es digno de elogio y algunas han servido como fuerte amalgama comunitaria. Sin embargo, el Judaísmo demanda tiempos y espacios consagrados a, simplemente, ser judíos. En el cruce de esos ejes es donde tracciona la comunidad, y sólo la comunidad. Precisamente por su falta de especificidad, por su naturaleza para-estatal (lo que acostumbro llamar “El Estado Judío” en la Diáspora), por esos caminos invisibles pero disponibles que transita y repara cada día, sin comunidad no habría vida judía.
En el mejor de los casos una comunidad, como cualquier institución, puede estar saneada y su presupuesto financiado. Sin embargo, así como nos cuesta prescindir de edificios que dejan de ser relevantes (básicamente por ubicación), tendemos a asumir como una constante la existencia de una comunidad. En el mejor de los casos, cuando necesitemos de la comunidad queremos que esté allí, todavía. En el peor de los casos, tal vez cuando la precisemos ya sea demasiado tarde.
La vida comunitaria no se reduce a sus costos directos de funcionamiento (lo que muchos denominan despectiva y erróneamente “plata para sueldos”); más bien, es el producto de largos años de “inversión” constante. Sean recursos materiales, inmuebles, o humanos (en definitiva estos últimos son los más importantes), son producto de generaciones de dedicación, planificación, misión, y sobre todo visión. El rollo de la Torá que lee un hijo o hija durante su ceremonia de Bar o Bat Mitzva, ¿tiene precio o valor? ¿Si son diez rollos, cuál es la operación que corresponde: sumar, multiplicar o, irónicamente, dividir? ¿Cómo calcula cada uno el valor de su vida judía?
No hay padre que no haya desafiado a las autoridades comunitarias de turno con el tema “juventud”. Hoy, sobran programas para ellos, en franjas de edad que van de los trece años en adelante, además de las tradicionales y fundantes tnuot. No voy a entrar en la polémica de cómo atraemos a los jóvenes al Judaísmo en “un mercado libre de ideas” (Hartman) y lleno de oferta (real y virtual): es una polémica de tipo ético cuando el planteo aquí tiene que ver con la cruda realidad. Sea dónde sea (Prudencio o Marincho), el gasto es fácilmente cuantificable, pero la inversión es imponderable. Aun así, no sólo debemos hacerla, sino que cada uno pelea por su pedazo de alma judía como si fuera la última.
Que de hecho, lo es. El que salva una vida (judía) salva toda la Humanidad. Por todo esto, cuando llegan esas fechas en el Luaj (calendario hebreo) en que el Judaísmo nos convoca a nuestro espacio y tiempo preferido, sea comunidad formal o espontánea, full-equiped o no, cuando todos apelan a nuestra solidaridad mediante la abusada consigna que “todo Israel es solidario uno con otro”, cuando nos sensibilizan con el prójimo, con Israel y sus necesidades (va siendo hora de revertir la ecuación: nuestras necesidades aquí y ahora), no olvidemos, no posterguemos, no despreciemos la gran fuerza que tracciona ésta, nuestra existencia judía: las comunidades.
Porque sin ellas, ¿dónde vamos a encontrar los judíos que apoyen las causas que abrazamos?