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Son diecinueve veces las que he aterrizado en Israel en mi vida. La primera vez fue con quince años en 1972 y la última con sesenta y cuatro en 2022. Cincuenta años que supondrían un promedio de casi cuatro años entre visita y vista… ¿pero, quién está contando? En todo caso, así como los promedios en este caso no dicen nada en términos numéricos, tampoco aportan en términos vivenciales.

Por un lado, porque han sido etapas bien diferenciadas de mi vida. Por otro, los últimos años han supuesto un aumento de la frecuencia. Sobre todo, y es obvio, yo no soy el que era en 1972 ni diez años más tarde y mucho menos quince años después y menos que menos cuando comenzó el nuevo milenio. No sólo yo no era el mismo; tampoco Israel.

Aun así, permanece intacta la emoción de poder distinguir la costa desde el avión, reconocer (si todavía puedo) zonas o edificios icónicos, y rápidamente aterrizar en esa estrecha franja de tierra que hicimos nuestra milenios atrás. En ese sentido, los años no han pasado.

La semana próxima estaré aterrizando en Ben-Gurión por vigésima vez. Será de madrugada. Me incorporaré al tráfico progresivo de las rutas tratando de escaparle al embotellamiento bautismal que más temprano que tarde me alcanzará. Me tomaré un café y acaso esperaré un rato para no despertar a mis seres queridos. Escucharé el hebreo, observaré a los veteranos habitués y a las incipientes nuevas generaciones que los sucederán en esos rituales seculares.

Horas más tarde un remolino de sentimientos me atrapará. Los reencuentros íntimos a los que los judíos nos hemos acostumbrado en esta era de soberanía y libertad cuando vamos y venimos sin más obstáculos que los personales; y el reencuentro colectivo con una sociedad que nunca hice realmente mía pero que vivo intensamente desde la diáspora: judaísmo, le dicen.

Así como tengo estas casi certezas, este Israel de setenta y cinco años que me espera está lleno de incertidumbres. A cincuenta años de la gran amenaza existencial que supuso la Guerra de Iom Kipur, Israel, así lo cuentan muchos, está en proceso de intensa erosión interna, el debilitamiento de los pilares morales que la han sostenido hasta ahora. Tal vez lleve mucho tiempo que la erosión socave los pilares; seguramente yo me ahorraré ese trauma; o tal vez los israelíes superen mi fatalismo y encuentren formas de coexistencia.

Hay un primer ministro que, como Sansón con los filisteos, parece estar dispuesto a que todo muera con él. Cuando venga el año próximo en mi 21º regreso, ¿seguirá Israel de pie? Seguramente sí, pero, ¿cuál Israel? Esta semana próxima, da la impresión, todavía llego a un Israel que se debate entre sus rutinas y sus reivindicaciones, entre los ataques y sus represalias, entre su política sórdida y mezquina y sus ideales más puros.

Ante estas inquietudes existenciales sionistas que me invaden he encontrado, hace ya más de diez años, un refugio atemporal en la mejor tradición talmúdica: un rincón de Jerusalém (no podía ser en otro lado) donde un grupo de académicos y un centenar de alumnos porfían en encontrar respuestas. No siempre las preguntas que ellos y nosotros nos hacemos coinciden.

Como en Pesaj, todo empieza así: ¿qué ha cambiado este año de todos los años? Como en Pesaj, cada año vamos eligiendo temas y sumando relevancia. Escapando al dogma que invade las calles, nos sumergimos en el remanso que supone la reflexión, el discurso, y por qué no, a veces el mero y humilde silencio.