Tel-Aviv

Como este año, Tel-Aviv viene cumpliéndolos desde su fundación en 1909; pero yo la hice mía en 1976 cuando hice mi “aliá”. Digo “la hice mía” no porque la conquistara como el relato de los grandes triunfadores, sino porque la caminé entera. No que fuera muy grande por entonces, ni tampoco hoy; pero era mucho menos densa y mucho más homogénea que este hormiguero cacofónico diverso y plural en que se ha convertido bien entrado su primer siglo de existencia.

En aquellos años Yaffo antigua era remota y turística, no había rambla (taielet), y Yaffo ciudad era demográficamente árabe: uno iba allí por servicios varios o al Estadio Blumfield al final del Bulevar Ierushalaim. Ir a Yaffo antigua era como ir a la ciudad vieja de Jerusalém pero más cerca y el aditamento con vida nocturna. Allí habíamos descubierto a Java Alberstein en un café-concert en 1972.

Entre “la Ópera” (donde se juntan Allenby y Ben-Iehuda) y Yaffo yacían enormes terrenos baldíos sobre los cuales se derramaba el por entonces muy pobre barrio de Neve Tzedek. La única torre, literalmente, era la Shalom Tower. Nadie tenía demasiado qué hacer en esa zona, mucho menos pasear o comer gourmet. Había un restaurant oriental “Zion” que era un secreto local muy bien guardado y nunca volví a encontrar. El Shuk Hacarmel era el límite geográfico y funcional de la ciudad.

Al norte de “la Ópera” y hasta el viejo puerto (el hoy reciclado Namal TLV), por entonces en ruinas, se sucedían algunos de los primeros hoteles cinco estrellas que se erigían entre la calle Hayarkón y el mar, arrancando por el Dan y terminando en el Hilton, sobre una tímida colina. Era, y es, una zona para turistas, con cierta connotación de vicio y autenticidad israelí. La embajada de los EEUU estaba por allí, y el primer Burguer Rach abrió en la zona; una zona “for export”.

Tel-Aviv “la bella”, si se la puede llamar así, estaba en torno a la Plaza Dizengof, por la calle del mismo nombre, atravesada por el bulevar Ben-Gurión que desembocaba en el recién inaugurado complejo de Kikar Atarim (Plaza de las Atracciones) sobre el mar, o bordeada por el bucólico bulevar Rostchild y sus edificios Bauhaus que partía desde el Habima y el Auditorio Mann hasta morir en Allenby próximo a la Shalom Tower. Ese perímetro y su entorno supe caminarlo muchos sábados terminado el Shabat cuando el primer servicio de transporte público me permitía salir de la isla de Ramat-Aviv, límite norte y exclusivo de la ciudad.

Ibn-Gvirol tampoco era una arteria menor, pero no tenía la bohemia de Dizengof. No te encontrabas con Arik Einstein saliendo de Café Kassit, sino con tiendas especializadas de diversos rubros. Allí estaba la Municipalidad de la ciudad, tal como la conocemos hoy, y su explanada histórica, por entonces “Plaza de los Reyes de Israel” y veinte años más tarde “Plaza Rabin”. Esas baldosas pueden contar epopeyas o historias mínimas, encuentros multitudinarios o encuentros personales; pero siempre tuvieron la responsabilidad de torcer el rumbo de la historia de quienes por allí pasaron.

Tel-Aviv era el centro neurálgico de Israel y su Estación Central de autobuses era el centro neurálgico de la ciudad. La abuela Shlomit del niño Amos en “Historia de Amor y Oscuridad” hubiera sentenciado: “el Levante está lleno de microbios”. Su fealdad, promiscuidad, y suciedad eran su marca. Sus andenes eran verdaderos “tubos” de hierro (en el sentido ganadero) donde se contenían las hordas que abordaban los ómnibus. Algunos partían de la explanada central, pero otros había que buscarlos en las calles aledañas, entre puestos de falafel, semillas, música pirateada, y cines porno turco o hindú. Para ir de una punta a otra de la “gran Tel-Aviv” o a cualquier punto del país, había que pasar por allí.

Dónde sea que uno viviera o fuera, Tel-Aviv era todavía un proyecto urbano plagado de enormes y desolados baldíos que uno atravesaba a pie. Edificios de tres pisos, obstinadamente iguales y austeros. Pequeños almacenes (la “makolet” a la que cantó “Kaveret”), algún supermercado. Donde hoy está el shopping de Ramat-Aviv, de los más lujosos de Israel, no había nada; literalmente, nada. Había tanto por hacer, aun cuando ya se había hecho tanto.

Detrás de la Universidad, por dónde hoy corre la autopista urbana Ayalón, era descampado. Los barrios se conectaban por avenidas que marcaban el rumbo de la urbanización: Afeka, Tzahala, Neve Sharet… el Campus en sí mismo era una isla dentro de otra y ninguna paraba de crecer. Aunque el gran salto de Tel-Aviv y todo Israel sobrevino en los años noventa. En aquellos, “mis” años en “mi” Tel-Aviv, no había siquiera café “Aroma”; para salir socialmente uno asumía el costo de “Kapulsky” en el Auditorio Mann o descubría algún nuevo café en torno a Dizengof; de lo contrario, “salir” era un pan pita con algo dentro como opción más accesible.

En Tel-Aviv vi dos películas que me impactaron mucho en alguno de sus contados cines: “Doña Flor y sus Dos Maridos” en un cine en Ibn-Gvirol y “Momentos” de Woody Allen en el recién estrenado cine “Shajaf” en Kikar Atarim. Cuando visité esta zona no hace tanto no podía creer su decadencia; me cuentan que está siendo rescatada.

En definitiva, Tel-Aviv nunca dejó de ser Israel aunque siempre fue la abertura por la cual Israel conectó con el mundo, su lado cosmopolita y jugado. Creo que hoy la dinámica ya es irrefrenable y en su próximo siglo la ciudad no dejará de sorprendernos una y otra vez, cambiando y creando, construyéndose sobre sí misma, hacia a las alturas y sobre sus horizontes, y extendiendo su influencia al sur de Yaffo y al norte del Yarkón.

Aquella Tel-Aviv que supe caminar y dominar hoy me abruma un poco. Serán sus años o los míos, sus cambios o los míos. Como sea, descubrí Ierushalaim muchos, muchos años más tarde. Mi sionismo se ubica a medio camino entre Dizengof esquina Rostchild, y las costas del Kineret en Ein-Gev. Entre el emprendimiento urbano y los renacimiento agrícola. El misticismo es cosa de gente adulta.

Salú Tel-Aviv a tus 111 años!