Epílogo de «La Historia de los Judíos» de Paul Johnson

En su obra Antigüedades judaicas Josefo describe a Abraham como «un hombre muy sagaz» que tenía «unas ideas sobre la virtud superiores a las de otros de sus contemporáneos». Por consiguiente, «decidió modificar completamente las opiniones que todos ellos tenían acerca de Dios». Un modo de resumir cuatro mil años de historia judía consiste en preguntarnos cuál habría sido la suerte de la raza humana si Abraham no hubiese sido un hombre muy sagaz, o si hubiese permanecido en Ur y reservado para sí sus ideas superiores, y no hubiese existido un pueblo específicamente judío. Ciertamente, sin los judíos el mundo habría sido un lugar radicalmente distinto. La humanidad tarde o temprano hubiera llegado a descubrir todas las ideas judías, pero no podemos tener la certeza de que hubiera sido así. Todos los grandes descubrimientos conceptuales del intelecto parecen obvios e inevitables una vez revelados, pero se necesita un genio especial para formularlos por primera vez. Los judíos tienen ese don. Les debemos la idea de la igualdad ante la ley, tanto divina como humana; de la santidad de la vida y la persona humana; de la conciencia individual y, por lo tanto, de la redención personal; de la conciencia colectiva y, por lo tanto, de la responsabilidad social; de la paz como ideal abstracto y del amor como fundamento de la justicia, así como muchos otros aspectos que constituyen la dotación moral básica de la mente humana. Sin los judíos, ésta habría podido ser un lugar mucho más vacío.

Sobre todo, los judíos nos enseñaron el modo de racionalizar lo desconocido. El resultado fue el monoteísmo y las tres grandes religiones que lo profesan. Casi sobrepasa nuestra capacidad imaginar cuál habría sido el destino del mundo si ellos nunca hubiesen existido. Tampoco puede decirse que la penetración intelectual en lo desconocido se detiene en la idea de un Dios. En efecto, el propio monoteísmo puede interpretarse como un hito en el camino que conduce a la gente a prescindir por completo de Dios. Los judíos, primero, racionalizaron el panteón de ídolos y los convirtieron en un Ser Supremo; después, iniciaron el proceso de suprimir a Dios racionalizándolo. En la perspectiva final de la historia, Abraham y Moisés pueden llegar a parecer menos importantes que Spinoza, pues el influjo de los judíos sobre la humanidad ha sido proteico. En la Antigüedad fueron los grandes innovadores de la religión y la moral. En la Alta Edad Media europea eran todavía un pueblo avanzado que transmitía el conocimiento y la tecnología. Gradualmente fueron apartados de la vanguardia y se rezagaron, hasta que a fines del siglo XVIII se los vio como una retaguardia harapienta y oscurantista en la marcha de la humanidad civilizada. Pero entonces sobrevino una asombrosa y segunda explosión de capacidad creadora. Salieron de sus guetos, y de nuevo transformaron el pensamiento humano, esta vez en la esfera secular. Gran parte de la dotación mental del mundo moderno pertenece también a los judíos.

Los judíos no sólo fueron innovadores. También fueron ejemplos y paradigmas de la condición humana. Parecía que presentaban con claridad y sin ambages todos los dilemas inexorables del hombre. Fueron los «forasteros y viajeros» por antonomasia. Pero ¿no compartimos todos esa condición en este planeta, donde a cada uno se nos concede apenas una estancia de setenta años? Los judíos han sido el emblema de la humanidad desarraigada y vulnerable. Pero ¿acaso la tierra entera es algo más que un lugar de tránsito provisional? Los judíos han sido fieros idealistas que buscaron la perfección, y al mismo tiempo hombres y mujeres frágiles que ansiaban la abundancia y la seguridad. Querían obedecer la ley imposible de Dios, y también buscaban conservar la vida. Ahí está el dilema de las comunidades judías de la Antigüedad, que trataban de combinar la excelencia moral de una teocracia con las exigencias prácticas de un estado capaz de defenderse. El dilema se ha repetido en nuestro propio tiempo en la forma de Israel, fundado para realizar un ideal humanitario, y que ha descubierto en la práctica que necesita mostrarse implacable si quiere sobrevivir en el mundo hostil. Pero ¿acaso éste no es un problema recurrente que afecta a todas las sociedades humanas? Todos queremos construir Jerusalén. Parece que el papel de los judíos es concentrar y dramatizar estas experiencias comunes de la humanidad, y convertir su destino particular en una moral universal. Pero si los judíos asumen este papel, ¿quién se los asignó?

Los historiadores deben evitar la búsqueda de esquemas providenciales en los hechos. Es demasiado fácil encontrarlos, pues somos creaturas crédulas, nacidas para creer y dotadas de una imaginación poderosa que fácilmente reúne y organiza los datos para adaptarlos a un plan trascendente cualquiera. Sin embargo, el escepticismo excesivo puede originar una deformación tan grave como la credulidad. El historiador debe tener en cuenta todas las formas de la prueba, incluso las que son o parecen ser metafísicas. Si los primitivos judíos fueran capaces de analizar, con nosotros, la historia de su progenie, no hallarían en ella nada sorprendente. Siempre supieron que la sociedad judía estaba destinada a ser el proyecto piloto de toda la raza humana. A ellos les parecía muy natural que los dilemas, los dramas y las catástrofes judíos fueran ejemplares, de proporciones exageradas. En el curso de los milenios, que los judíos provocasen un odio sin igual, incluso inexplicable, era lamentable pero de esperar. Sobre todo, que los judíos sobreviviesen, cuando todos los restantes pueblos antiguos se habían transformado o desaparecido en los entresijos de la historia, era completamente previsible. ¿Cómo podía ser de otro modo? La providencia lo decretaba, y los judíos obedecían. El historiador puede decir: no hay nada a lo que pueda denominarse providencia. Quizá no. Pero la confianza humana en esa dinámica histórica, si es intensa y lo bastante tenaz, constituye en sí misma una fuerza que presiona sobre el curso de los hechos y los impulsa. Los judíos han creído que eran un pueblo especial, y lo han creído con tanta unanimidad y tal pasión, y durante un periodo tan prolongado, que han llegado a ser precisamente eso. En efecto, han tenido un papel porque lo crearon para ellos mismos. Quizá ahí está la clave de su historia.

Publicado en TuMeser el 14-marzo-2016