Janucá: una perspectiva histórica
A veces me planteo la hipótesis de la Historia como Ficción (la mayúscula es porque estoy denominando géneros) y entonces puedo leer la primera como si hubiera sido escrita con el fin de la segunda: dotar de sentido y significación hechos acaecidos en tiempos y distancias aparentemente remotos e inconexos. Hechos que efectivamente sucedieron, no producto de la imaginación.
Comenzó la festividad de Janucá que conmemora, dicho en términos simples, el milagro acaecido durante una semana en el año 164 AEC: una ínfima cantidad de aceite puro (kasher) mantiene encendido el candelabro del Templo de Jerusalém durante ocho días. Janucá significa inauguración: en este caso del Templo profanado por los griegos. De hecho, la festividad profanada e interrumpida originalmente es Sucot, por eso Janucá dura ocho días…
Janucá deja instalada una dinastía que, si bien helenizada (influenciada por la cultura y política griega), supone el último período de gobierno político judío en la Tierra de Israel hasta nuestros días. Tal vez no del todo soberano, si leemos los detalles y pormenores de la historia, pero gobierno “judío” al fin. Un siglo de gobierno autónomo, aunque de soberanía cuestionada, no es poca cosa a la luz de los dos mil años que siguieron.
En forma metódica, provocación tras provocación judía, Roma, convocada a su vez por la rivalidad dinástica asmonea en 63 AEC, va borrando del territorio todo vestigio de independencia política e institucionalidad religiosa. En doscientos años que finalizan con la rebelión de Bar-Kojba en 136 EC Roma cierra por siglos cualquier sueño o señal de autonomía, independencia, y mucho menos soberanía.
La tierra rasa que Roma deja mueve, además, los centros culturales y religiosos hacia otros puntos del Imperio y a territorios. Ha comenzado la verdadera diáspora judía; la de Babilonia fue sólo un ensayo, y como tal, sentó las bases y salvó a esta segunda gran diáspora que se tornará identidad. La misma que hasta hoy nos condiciona, incluso nos define. La obra demoledora que Roma comienza culmina con el advenimiento del Cristianismo y el Islam (siglos IV y VII respectivamente) cuya marea sepulta la por entonces ya insignificante, en términos universales, cultura judía. Ambas religiones, imperios, simplemente nos toleran. Apenas.
En este supuesto de “ficción histórica” celebrar Janucá supone mucho más que el milagro del aceite, el heroísmo de los Macabeos (al que Los Rabinos-Jazal-eligieron renunciar en aras de apaciguar al Imperio Romano), y la persistencia a toda costa de nuestras tradiciones y valores. De alguna manera, todo esto está implícito en cualquier Janucá del siglo XX en que la noción de soberanía, autonomía, e independencia (siempre frágil, aunque cada vez menos) volvió a instalarse como una opción de vida judía. Se llama Sionismo: la idea de que a los judíos nos corresponde, en términos modernos, un Estado.
Podemos elegir Janucá de 1897, el 1er Congreso Sionista; Janucá de 1947, el voto de la Partición en la ONU; Janucá de 1948, con el Estado recién creado y en guerra (¿hay algo más macabeo que la Guerra de Liberación?); Janucá de 1967, con Jerusalém recuperada y unificada (¿hay algo más contundente que recuperar lo que se perdió en el año 70 EC?); o Janucá de 1979, 1994, o 2020, hitos bajo la forma de tratados de paz en la región.
Israel como Ishuv (infraestructura judía todavía no soberana) tiene ya más de un siglo, y como Estado setenta y cinco años. ¿Qué tenemos que envidiar a aquel más que imperfecto Estado asmoneo anterior a la Era Común? ¿Qué tenemos de diferente con sus intrigas palaciegas, sus traiciones, su manejo político, su hegemonía sacerdotal, la fuerza de sus rabinos? ¿Qué nos diferencia de aquellos conflictos entre Jerusalém y Babilonia como luego los recogería, sutilmente, el Talmud en sus dos versiones?
Vale la pena celebrar Janucá no sólo por “un gran milagro que ocurrió allí” sino por el gran milagro que ocurre aquí, hoy. Lo que el Imperio Romano en su esplendor causó, la caída de los imperios europeos rehabilitó: la creación de Estados Nación; Janucá es, como fuera entonces en relación a Sucot, nuestra segunda oportunidad. Las luminarias que encendimos durante veinte siglos iluminaron el mundo, es cierto; pero sobre todo iluminaron nuestro futuro. Hoy seguimos iluminando hacia fuera pero vaya si ha cambiado el lugar desde donde lo hacemos.
Hay una imagen recurrente en la iconografía popular, muy difundida en redes, de una janukiá en una ventana, en blanco y negro, con fuertes connotaciones de una época oscura y oscurantista: simboliza por cierto nuestra resiliencia. Dudo, sin embargo, que en ese entonces (¿años 1930 aproximadamente?) alguien osara encender una janukiá en la vía pública. Hoy se hace, y vaya si congrega y comunica. Hoy podemos iluminar más y mejor porque, como con el aceite, el milagro está en nuestra soberanía, que dura y perdura.
Porque uno no cree en milagros, pero que los hay, los hay.
Jag Urim Sameaj!