El café de mi padre

Mi padre es de aquellos que no volvía del cementerio directo a su casa. Solía parar en Plaza Colón, en el local que por entonces era un clásico bar montevideano, a tomar un cortado. Por ese entonces el camino era ciudad traviesa, desde dónde fuera que uno se sumara al tráfico de Av. Garzón; todavía estacionar bajo la sombra de los árboles en la plaza no era un problema. Se iba directo, se volvía con escala. Luego el domingo seguía su rutina; porque siempre era domingo, el día que los judíos vamos al cementerio.

Siempre que viajaba al Este hacía una parada: Parador El Hornero, hoy incambiado a pesar del paso de los años. Cortado, por supuesto, pero también medialuna rellena; después de todo, a diferencia de ir a La Paz, eran vacaciones, tiempo de auto-complacencia. El Hornero tiene la particularidad de ser exactamente la mitad del camino a Punta del Este.

Con el correr de los años el entorno de ese paraje en San Luis cambió: la estación de servicio ANCAP se transformó en un centro neurálgico y atrajo a los viajantes por sus servicios y conveniencia. El Hornero permaneció inmutable. El acto de detenerse que cultivaba mi padre no tenía nada que ver con servicios o necesidad; era una cuestión de culto a la pausa, la intrascendencia, la expectativa: el bar uruguayo en su esencia.

Del mismo modo, al Cementerio Israelita fuimos accediendo por diferentes caminos que cada vez nos desviaban más del centro de Colón; sin embargo, él insistía en volver por allí. Hasta que “la piqueta fatal del progreso” no dejó espacios para detenerse cuando el bar se había convertido en una “Pasiva”: el cortado estaba, pero ya no era accesible. Recuerdo la desesperación de mi padre, al punto que terminábamos parando ya casi al lado de casa, cumpliendo el ritual a destiempo y sin distancia. Superstición.

Otro espacio y tiempo que mi padre consagraba a su culto del café era el Aeropuerto. En tiempos en que volar era menos masivo solíamos llegar con tiempo, viajara quién viajara, hacer el check-in y demás, y luego sentarnos en la concesión de turno a tomar… un cortado, una coca, comer algo. Más allá de la circunstancia, el momento de la despedida se postergaba todo lo posible.

Cuando quien empezó a viajar fui yo intenté rebelarme ante esa costumbre provinciana; ya quería estar del otro lado, pronto para embarcar. ¿Qué íbamos a decirnos en ese cuarto de hora robado a la inminencia de la partida? Como todas mis “rebeliones”, solía prevalecer el criterio de mi padre; hoy, mi opción preferida es primermundista: dejar al pasajero en la puerta y seguir viaje. Abreviar la despedida.

Había un cortado en especial, robado a la realidad, que siempre intuí inequívocamente una huida: el de los sanatorios. Estos suelen tener excelente servicio de cafetería y mi padre no resistía hacer uso de ellos. Después de visitar al enfermo, asegurarse de que todo estuviera bajo control, aunque sin demasiada obsesión, como quien deja el destino en manos de dios, mi padre buscaba el refugio de la cafetería. Siempre con su medialuna.

Si recuerdo estas costumbres es porque fui parte de ellas, el hijo obediente y compañero, el que escuchaba historias, a cuenta de más, muchos años más tarde. Un día aprendí que de todas esas pausas para “un café” una estaba rotundamente equivocada: el sanatorio. No se corta una crisis con un cortado, no se abandona una escena para esperar volver con la situación resuelta, aunque sea para bien. Lo supe para siempre cuando volví de un café con mi papá y mi primer hijo ya había nacido.

Aun en sus últimos meses, cuando ya anciano, malherido y silencioso, nos sentábamos junto al ventanal a mirar horizontes mientras yo le contaba cosas y él intentaba decirme alguna otra, aun entonces, de por medio había una bebida caliente y una merienda. Quien lo cuidaba por las tardes había entendido ese ritual inamovible de conexión, mesa, bebida, y un básico sándwich mediante.

Hasta el día de hoy cultivo los bares, aunque ya no quedan y ya no son lo que eran. Al punto que mantenerse intactos los convierte en experiencias gastronómicas promocionadas en las revistas sociales, del mismo modo que el Mercado del Puerto dejó de ser accesible para el ciudadano común. Aun así, sentarse con un café a simplemente “hacer tiempo” es un privilegio burgués de tiempos pasados y un pésimo negocio para el local que lo ofrece.

Creo que mi padre se auto-complacía en aquellas rutinas muy simples, muy económicas, muy básicas (café, leche, pan, fiambre, y queso), como forma de pausar su destino: el trabajo (dedicado, metódico, cotidiano), las crisis de salud, las partidas, y la muerte. Tal vez estuviera buscando, simplemente, un estímulo prosaico y poco pretencioso más allá de la obligación y la responsabilidad que lo abrumaban el resto de las horas.