Regresos

Hubo un día en mí infancia, acaso un momento diría Borges (tan citado estos días a treinta años de su muerte), en que tuve la certeza de que yo volvería a Israel. El derrotero sionista de mis padres me llevó a nacer allí para luego regresar a Uruguay. Hubo un momento entonces en que las fotos, los cuentos, y las canciones infantiles en hebreo se convirtieron en una certeza: yo volvería a la tierra que me vio nacer. Como sucedía en aquellos años sesenta, tuvo que pasar mucho tiempo para que esto sucediera: a los quince años pisé Israel por primera vez con mis padres y mi hermana. De alguna manera muy extraña era un regreso a casa, aunque el país ya era otro que aquel en que yo nací y sobre el cual contaban mis padres. La visita valió en sí misma pero si algo hizo fue confirmar, ya adolescente, mi decisión de la infancia: yo haría aliá una vez completado mi bachillerato. En una adolescencia llena de incertidumbres e inseguridad, como suelen serlo, esa era mi única certeza.

Hace cuarenta años hice aliá. No sabía entonces que mi destino sería siempre ese: volver. “Años más tarde”, como formularía García Márquez, quien esto escribe “había de” comprender que un destino no se elige, sucede. Años más tarde, no entonces; en aquel momento yo cumplía mi auto-profecía y me disponía a una vida en la tierra y el Estado de Israel. Me gradué en la Universidad de Tel-Aviv, viví en un kibutz, trabajé en empleos varios, conocí los más recónditos rincones, y un día, cinco años más tarde, volví al Uruguay donde he vivido desde entonces.

Como si la historia fuera predeterminada y no una sucesión de decisiones, también yo llevé a mi familia a Israel. Como mi padre antes, también yo recorrí el país con ellos, también visitamos viejos amigos, también conté historias de mi juventud. Años más tarde también mis hijos eligieron la opción Israel para una etapa de sus vidas; aún no sabemos el desenlace de sus historias propias. Resulta a la vez fascinante y emotivo verlas suceder.

Hay miles de historias como la mía, con variaciones de todo tipo, pero esencialmente iguales: la tensión entre la diáspora e Israel; o como sostiene Santiago Kovadloff, la decisión del judío entre Israel y el resto del mundo. También hay otras tantas miles de historias diferentes: de arraigo, de negación, de falta de alternativas. Cada judío que llega o deja Israel lleva consigo su historia. Mi única hermana llegó a Israel poco después que yo y sigue allí, ella y su familia.

Si algo podemos agradecer como judíos hoy es la libertad de ir y venir a y desde Israel. Hubo generaciones para las cuales Israel no era más que una expresión litúrgica. Como si aquel estado judío que transitó de los jueces a la monarquía para sucumbir ante los imperios de turno, anterior a la era común, no hubiera sido más que una muestra, breve e intensa, de un ideal inalcanzable. La fuerza del sionismo radica en haber torcido el brazo de la historia para sentar las bases de un segundo estado. Hoy, siempre podemos regresar.

Me he regalado a lo largo de mi vida muchos regresos. Estoy en víspera de uno más. Han pasado más de cuarenta años desde que llegué por primera vez. He compartido mi entusiasmo con quienes me han acompañado; he disfrutado con los descubrimientos de mis hijos, con los recuerdos de mis padres, y con los míos propios. Israel es parte de la conversación familiar, sea ésta en español o en hebreo. Como judíos, no nos concebimos sin Israel. En los últimos años he aprendido que cada regreso es una nueva oportunidad de vivenciar la vieja certeza de que uno está, al menos brevemente, donde debe estar. Porque más allá de decisiones personales y circunstancias de vida, todos llevamos junto con el nombre que nos pusieron nuestros padres, un mandato. Acaso suyo, acaso propio. Acaso.