Sesenta y Cinco
Un amigo compartió conmigo que para su cumpleaños “redondo” había decidido visitar a sus hijos en sus lugares de residencia; lo cual suponía una buena cuota de viajes.
Yo tengo dos hijos y sólo uno vive cerca de mí. De modo que me he encontrado, cuando cumplo 65 años, lejos de casa y visitando a mi otra hija en su lugar de residencia. Pensándolo bien, no lo planifiqué, pero tal como armé las fechas del viaje, así iba a ser.
¿Por qué me vino a la mente la original y simbólica celebración de mi amigo? Porque él ha tenido desde siempre clara la noción del derrotero, esa con la que mi familia y yo hemos luchado desde que Europa nos echó.
La noción es más o menos así: el tiempo viaja inexorable con nosotros; el espacio es circunstancial.
No predico, mucho menos doy consejo. Ni siquiera a esta altura de mi vida (y ya hay vida vivida) siento que tengo algo que decirle al prójimo. Intento, sí, todo lo modesta y honestamente posible, trasmitir esta suerte de perplejidad.
Como Tom Hanks al final de “Naufrago”, parado en un cruce de caminos, perfectamente orientado, sin saber a dónde ir. Como su personaje, que contó cada día de su soledad, su muerte, su suspensión en el tiempo: porque en definitiva, la isla que lo refugió ni siquiera figuraba en los mapas.
Hay algo profundamente judío en esta noción de desarraigo, o en el intento permanente de echar raíces, mientras somos conscientes del paso del tiempo. Todo lo demás es circunstancial, ajeno, prestado, alquilado. Abrimos y cerramos puertas, miramos en derredor, y vemos cómo vamos a acomodarnos esta noche. No me quejo: somos privilegiados. Hubo quienes repartían un espacio que no existía.
En vísperas de este cumpleaños también yo hice mi recorrido: reencuentros, duelos, trances, fuentes, afectos. A todos fui a buscarlos y los encontré. Estoy cansado; quiero cumplir la profecía y sentarme bajo mi higuera, o simplemente a la vera de mi ventana. Siempre habrá territorio para cubrir, pero no seré yo quien remonte la ola; porque tampoco vivo en una isla.
Cuando nos deseamos “hasta los 120” aludimos a los años que vivió Moshé. La ejemplaridad de la vida de Moshé merece comentario aparte. Me quedo con la idea de que hay un momento en que un hombre debe detenerse; hay un paso más que ya no dará.
Llevará consigo el tiempo, ocupará las sillas vacías, construirá discurso, pero ya no perseguirá la ilusión de que habrá otro lugar que no sea el suyo donde se sienta en casa. Abrazará brevemente sus amores, pero su lugar es suyo e intransferible.