¿Qué nos hace judíos?
Debo reconocer y admitir que, por la positiva o por la negativa, el Judaísmo nos impregna, difícilmente nos brota. La ósmosis de sabores, aromas, melodías, y alfabetos son estímulos positivos; los ataques antisemitas, los conflictos en la otra madre patria, Israel, o el simple y llano prejuicio callejero (“una monedita pa’l Juda”) son estímulos negativos.
Hagamos por una vez el ejercicio de sentirnos o sabernos judíos sin recurrir a esos recursos, todos válidos, algunos a mi criterio muy devaluados. Ni el guefilte fish construye demasiado al judaísmo ni el atentado en Colleyville, Texas aporta otro significado que sabernos objeto de odio. Pero, si lo único judío en nuestras vidas es el pescado tradicional que comemos dos veces al año o un atentado antisemita en una sinagoga que nos indigna, entonces digo “daieinu”, con eso tengo bastante. La pregunta es, ¿qué más? ¿Qué me hace judío?
Creo que el esbozo de una respuesta, en aquellos que todavía buscamos, en aquellos que nos hacemos preguntas, pero sobre todo en aquellos que no encontramos respuestas, debería focalizarse precisamente en esa, nuestra naturaleza inconformista. Hay muchos cuentos rabínicos acerca de buenas preguntas pero todos apuntan a una mejor, y casi definitiva, respuesta; generalmente en boca de un rabino o un justo o alguien igualmente intachable pero que posee el don de La Gran Respuesta.
Quisiera pensar, por el contrario, en la buena pregunta y la mejor respuesta: aquella que no es terminante, ni absoluta, ni cierra el diálogo. En la medida que uno pueda regar esta modalidad de diálogo creativo, el judaísmo comenzará a brotarnos. Si lo pensamos bien, todo comenzó con un hombre que pensó diferente, que se hizo una pregunta para lo cual no tuvo respuesta. Mejor dicho: la respuesta fue salir en su búsqueda. Se llamó Abraham y fue nuestro patriarca.
Nada de nuestra saga fundacional es absoluto y terminante, mucho menos absolutamente virtuoso o irremediablemente malvado. Caín le contesta al Dios inquisidor y su respuesta existencial nos resuena hasta nuestros días; Abraham discute con Dios acerca de la Justicia, y su nieto Iaacov lucha físicamente con Dios y prevalece. ¿Quién de nosotros no amanece, algunos días, como si hubiera luchado con Dios en sus sueños? ¿Quién no confronta sus errores, por graves e irreversibles que sean, con remordimiento y desesperación? ¿Quién no siente la injusticia y la confronta como Abraham, pero ahora en Twitter?
Ese es el judaísmo que brota. La cuestión está en discernir entre el que nos impregna, más facilista y auto-complaciente, del que nos nace de las entrañas, producto de la nunca más ponderada metáfora de los Oz, “la genealogía de la palabra”. Los judíos no somos ungidos, somos pactados. Una marca en el cuerpo nos recuerda qué y para qué somos. Claro que es duro y tabú, claro que es objeto de odio. Es lo que somos por decisión propia y no porque otro lo haya dictaminado.
Si esto está más o menos claro (mientras tanto sigamos preguntando y no encontrando todas las respuestas), entonces, y sólo entonces, preocupémonos de los antisemitas, por un lado, y deleitémonos con las costumbres que adornan nuestra razón de ser por el otro. Nuestra “tradición” nos enseña que, si bien nuestra razón de ser puede implicar padecimiento, está en nosotros impregnar la vida de placeres. Precisamente, porque no es ese su sentido último.