José y sus Hermanos

La mejor prueba de que los cinco libros de Moisés (el Pentateuco) fueron escritos para una audiencia entre el este del Mediterráneo y la Mesopotamia es que sus mejores historias, de acuerdo al calendario hebreo, las leemos desde el otoño y bien entrado el invierno en aquel hemisferio; lejos de las distracciones que supone el verano. Cuando los días se acortan y el “afuera” se torna más hostil se está más predispuesto a una buena historia, sea una novela, una serie, o la porción semanal de la Torá. Así como traemos la luz dentro del hogar, traemos relato.

Todo esto viene a cuento porque cada año, en la medida que avanza noviembre, llega diciembre, y culmina durante enero y febrero un descontracturado período estival, nos estamos perdiendo los mejores capítulos de nuestra saga fundacional. Para cuando estemos nuevamente en plena actividad de estudio y trabajo estaremos lidiando con sacrificios, rituales de purificación, y preceptos de todo tipo. El cuento habrá quedado suspendido, y su repetición por parte de Moisés en Deuteronomio ya será otra cosa.

Esta semana finalizamos la lectura del libro de Génesis y la próxima comenzaremos Éxodo. Después del clímax que suponen las festividades de Tishrei, cuando arrancamos nuevamente el ciclo anual de lectura de la Torá, los pensamientos existenciales a los que nos confrontan aquellas desembocan nada menos que en el génesis de la existencia misma. Al tercer sábado, ya nos están presentando a Abram y su familia y comenzaremos con ellos el periplo del cual se ocupará todo el libro; no por nada Génesis contiene sólo dos preceptos de los “613” que contiene la Torá. Parafraseando a Hilel, no es que esa sea toda la Torá y el resto sea comentario a ser estudiado; ese es el principio de lo que somos y si sólo leemos preceptos nos estamos perdiendo de enterarnos. Por eso cuando, como este año, promedia diciembre y pensamos en veraneo y actividad social, me apena la noción de que los intrincados conflictos de José y sus hermanos quedan en manos de unos pocos que soslayan el calendario gregoriano para dar un espacio al calendario hebreo; o que el faraón que no conoció a José (Éxodo 1:8) represente en realidad a aquellos mismos hermanos que no podían reconocerlo.

Siempre me ha sorprendido que la trama de José y sus hermanos, cruda en lo onírico y en lo real, ocupe tanto espacio del texto en términos relativos. Cuatro porciones dedicamos a leer esta historia de desencuentro y encuentro, de uso y manipulación, donde la presencia de Dios es más un enunciado en boca de los personajes que un jugador en la trama, como había sido hasta ahora y como seguirá siendo en Éxodo. La saga de José y sus hermanos instala el concepto de la familia ampliada: nuestro patriarca Jacob tiene descendencia de varias mujeres, doce hijos, y con ello se insinúa la noción de pueblo; pero sobre todo, se instala el conflicto en forma inequívoca.

Caín mató a Abel, Isaac hizo desterrar a Ismael, Jacob huyó de Esaú, y para cerrar el círculo los hermanos quieren matar a José. Sin embrago, esta historia de instintos fratricidas, y consecuente fragilidad existencial, es la base sobre la cual se construirá nuestro mito fundacional como nación. Si todavía nos sorprendemos ante la capacidad divisiva que nos caracteriza, más que nunca deberíamos leer el final de Génesis; cuatrocientos años más tarde estas divisiones surgirán con toda su fuerza en el desierto, al punto que la tierra deberá tragarse a los disidentes (Números 16). En pocas palabras, lo de José y sus hermanos no es mera anécdota. Leeremos Parashat Koraj allá por julio de este año, aunque para entonces otra vez estaremos de vacaciones…

Vale la pena rescatar la bendición a los hijos que se instaura en Génesis 48:20 cuando Jacob bendice a los hijos egipcios de José, los únicos en todo el Pentateuco que no sucumben a los instintos de sus parientes venidos de Canaán. Que bendigamos nuestros hijos hasta nuestros días “como a Efraím y Menashé” es un legado que contiene una ausencia estructural de conflicto. José nunca devendrá en tribu fundacional de los “hijos de Israel”, aunque fue su hijo dilecto; pero sus hijos egipcios, sí. Como señalaron Amos y Fania Oz en su libro “Los Judíos y las Palabras”, la genealogía judía no se determina por genética sino por el relato. Nuestra aspiración como pueblo va mucho más allá de las virtudes individuales de nuestros patriarcas; nuestra aspiración como pueblo es ser como Efraím y Menashé, los hijos de José, los que desde su silencio se erigen no tanto en ejemplo sino en ideal.

Por todo esto insisto: mal timing en estas latitudes para seguir la lectura bíblica. Lo mejor sucede ahora, inexorablemente cada año. Este puede ser el año que nos demos la oportunidad y sigamos con detención los procesos que, más o menos alegórica o simbólicamente nos ubican en quiénes somos y por qué somos como somos.

¡Buenas Vacaciones!