Mitzpe Hadar
A nivel real, un punto en el mapa puede estar atravesado por historia y mito, política e ideologías, sangre y esperanza, y permitirá una noción de la realidad que bien puede compendiar y dimensionar cabalmente una diversidad de datos y relatos. Como diría Felipito en la tira “Mafalda” de Quino, “imagina si no existiera la distancia: todo estaría AQUÍ”. Si uno es capaz de trasmitir la experiencia, ya es harina de otro costal. Va el intento.
Hemos vuelto a Israel después de tres años con una pandemia todavía en curso, fronteras cerradas al turismo, y un nuevo gobierno. Hay dos formas de ver la tierra de Israel insustituibles para mí: una, recorrerla, transitarla; la otra, detenerse en un punto determinado y mirar en derredor, absorber el paisaje. Porque en todos lados sucedieron cosas, todo cuenta un relato, sea propio, ajeno, o conflictivo: cada piedra merece darse vuelta y saber qué yace bajo ella.
En esta oportunidad, con guías lugareños, enfilamos al noreste, aventurándonos un poco más allá de la “línea verde” y de la Ruta 6 a la altura de Natanya sur; atravesamos Tzur Itzjak hasta llegar a Salit, asentamiento ya recostado sobre territorio de la Autoridad Palestina; parte de la zona más conocida como Samaria. Allí se ha erigido un mirador en memoria de Hadar Goldin Z’L que, habiendo sido secuestrado y asesinado por Hamas en Gaza en 2014, su cuerpo todavía no ha podido ser recuperado.
Si el espacio puede, potencialmente, trasmitir, y no me refiero en este caso a espacios consagrados o místicos, este punto sobre una altura del Shomron, con una perspectiva de 360 grados, permite aprehender, en una sola mirada, toda la complejidad de una zona que se ha cobrado la vida y los sueños de tantos como Hadar Goldin.
Un aire particularmente limpio permitía ver, hacia el oeste, y de sur a norte, desde Holon y Bat Yam hasta la las chimeneas al lado de Cesarea, e incluso una insinuación de las estribaciones del Carmel. Puntualmente, al suroeste, Tel-Aviv y sus torres se erigían si no nítidas, impresionantes. El mar Mediterráneo lanzaba reflejos bajo un sol poniente que inexorablemente se deslizaba entre las nubes.
Al sur y al norte, a pocos metros, corre la carretera de seguridad que separa el territorio autónomo Palestino del Estado de Israel. Las aldeas árabes están a un kilómetro, y ciudades palestinas como Tayibe y Kalkilia se visualizan en toda su magnitud. Dentro de Israel propiamente dicho, Tyra está, literalmente, de paso. Hacia el Oeste, a nuestras espaldas, se extiende el territorio palestino hacia Nablus (la bíblica Shjem) densamente poblado y controversialmente salpicado por asentamientos judíos.
Un escuálido chacal, de los que aúllan en la narrativa de Amos Oz, se aventura entre nosotros y otro pequeño grupo que pasea por el mirador. Unos metros más abajo, una pareja medita. Una familia pasea por el sendero que bordea la zanja que termina en la frontera. Hay mucho silencio, un viento sanador, y una puesta de sol perdida a causa de las nubes oscuras en el horizonte. Cuando anochece volvemos atravesando la ciudad árabe israelí Tyra, una suerte de Chuy más limpio, iluminado, y con cartelería en… ¡Hebreo! El camino nos devuelve al viejo e incuestionado Kfar Saba, donde todavía accedemos al privilegio de ser testigos de las Hakafot de SimjatTorá, que acaba de comenzar; una sinagoga cada tres cuadras, hay para elegir. Es Israel.
Lo es no sólo por su diversidad de cultos (judíos, árabes, cristianos, drusos) sino por su complejidad geo-política, poblacional, social, e histórica. La posibilidad de pararse en un punto de su geografía y verlo metafórica y literalmente “todo” es un privilegio bíblico. Cuenta la Biblia que D-s le mostró toda la tierra de Israel a Moshé desde la cima del Monte Nebó; paisajes como el de Mizpe Hadar u otros similares son prueba de que efectivamente existen puntos de la geografía tan abarcativos. No se trata sólo de una buena vista, sino de una vista totalizadora e integradora que incluye desde la cosmopolita Tel-Aviv a la aldea palestina a nuestros pies.
Cuando uno conoce esta tierra ya cincuenta años, cuando uno ha vivido y regresado una y otra vez, cuando en medio siglo los cambios han sido tan dramáticos y profundos, por momentos tan alienados de los ideales originales que fundaron este Estado, detenerse en estos “miradores” permite ver mucho más allá del panfleto sionista y la defensa incondicional de nuestro derecho a estar allí. Cuando popularmente se dice “en qué barrio del mundo nos metimos”, cuando uno contempla el paisaje circular y quebrado por la naturaleza, los muros, las medidas de seguridad, y las diferencias nacionales y culturales, sólo entonces toma cabal noción del barrio. El matiz, para mí, no es que nos “metimos”, sino que somos parte. Somos lo que somos en buena medida por el relato que nos hemos contado por milenios en torno a este pedazo de tierra entre imperios, cerrando el Mediterráneo por Oriente.
Al mismo tiempo, ubicarse supone reconocer al “próximo prójimo” (la expresión es de Benedetti) y renunciar a visiones totalizadoras y excluyentes. Hay otros relatos y hay otras raíces y están allí a ojos vista. Está muy bien mirar la puesta del sol al Oeste pero es un error dar la espalda a Oriente, allí donde existe el “barrio”. Históricamente, la nuestra ha sido una lucha por prevalecer y permanecer en la zona, una lucha que hemos perdido la mayor parte de las veces; de allí el exilio que nos define. Hemos vuelto por nuestros fueros y aquí estamos, sumidos en una dinámica feroz, implacable, dura, que desde nuestro discurso todavía galútico tendemos a simplificar. No sólo la zona es pluralmente étnica, Israel en sí mismo lo es.
Bien podría ser el joven israelí de origen tailandés que nos atiende en Arcaffe de Raanana con un hebreo nativo inmejorable, todavía en servicio militar; o la perspectiva desde un mirador: en cualquiera de los casos se trata de ver y escuchar, escuchar y ver, y en esos breves momentos, usando una expresión que leemos sobre el Arón Kodesh en muchas sinagogas, “saber dónde (o frente a qué) uno está parado”. Yendo a la definición del concepto de epifanía: un momento cotidiano que permite, por breve que sea, una (auto) revelación. Después seguiremos charlando, café mediante, o no, con la familia y los amigos que hacen de este tipo de viajes, por sobre toda circunstancia o reflexión, una experiencia de reencuentros.