«El Violinista en el Tejado»: una celebración.

El muy bien documentado artículo de Miguel Korytnicki en Semanario Hebreo (edición del 17 de setiembre, páginas 16 y 17) sobre la película “El Violinista en el Tejado” con motivo de su 50º aniversario me despertó la inquietud de compartir algunas reflexiones no tanto en torno a la película (no sabría qué más información agregar a lo que trae Miguel) sino más bien en torno al tema, la época, y la vigencia cincuenta años más tarde; que por otra parte es la razón por la cual, supongo, Miguel encaró el asunto. El paso del tiempo por sí mismo no quiere decir nada si nosotros no lo significamos. Un aniversario cobra sentido cuando aquello o aquel que celebramos se mantienen vigente.

El mismo Miguel escribe sobre el final de su artículo: “esta relación dialéctica compleja entre lo viejo y lo nuevo ha estado en el corazón de la memoria colectiva judía durante no poco tiempo… la imagen del shtetl en la memoria judía moderna es en sí misma una singular construcción literaria, uno de los grandes inventos de la literatura idish, ya sea representado como un paisaje  simbólico como un paraíso perdido.” No cabe duda que el mundo judío centroeuropeo perdido con a Shoá está “en el corazón de la memoria colectiva judía”, y más aún en una comunidad como la montevideana donde la mayoría no sólo tiene ese origen sino que su influencia ha prevalecido. En ese sentido, el “shtetl” no es sólo simbólico, es bien real, aunque yazca en las profundidades de nuestro inconsciente como colectivo; para muchos, su pérdida sigue siendo un “paraíso perdido”.

Sin embargo, con todo lo movilizador que puede ser un texto artístico por su contenido y contexto (la historia, los personajes, los temas), creo que su vigencia en última instancia está dada por su calidad artística. El mismo material en otras manos no rendiría igual. “El Violinista en el Tejado” mantuvo vigente a Sholem Aleijem más allá de los amantes de la literatura idish, seguramente cada vez menos y cada generación un poco más remotos. La experiencia cinematográfica asegura su vigencia. Los ejes temáticos, que mantienen una curiosa vigencia a pesar del paso del siglo, están planteados con recursos de calidad: actuaciones, diálogos, coreografías, y la fantástica banda musical. Un tema puede ser aun relevante pero no necesariamente material de ficción; precisa del recurso artístico adquirir esa dimensión.

Creo que un dato no menor para poner en contexto la relevancia de la película tanto entonces como hoy es que el propio Norman Jewison, su director, dirigió dos años más tarde otro éxito de Broadway llevado al cine: “Jesucristo Superstar”. En 1971 se estrena “El Violinista” y en 1973 “JC Superstar”, ambos rotundos éxito de taquilla. Estoy convencido, y creo que merece destacarse, que sólo un director con una sensibilidad muy especial podía acometer dos empresas a priori tan diferentes y sin embargo con tanto en común.

Por un lado, cada película toca temas medulares y sensibles de la religión que los ocupa, judaísmo y cristianismo respectivamente; los grandes de temas de ambas están desplegados con claridad al tiempo que sin concesiones a su intrínseca complejidad. Tradición en oposición a la realidad (Tevye enfrentando sus dilemas), idealismo en oposición al pragmatismo (Jesús enfrentado a Judas).

Por otro lado, ambas películas apuestan a un realismo verosímil basado en locaciones, vestuarios, y contexto histórico. “JC Superstar” está filmada en el desierto del Neguev en Israel, en la zona de las ruinas nabateas de Avdat cerca de Mitzpe Ramon; “El Violinista”, como señala Miguel, fue filmada en una aldea en Croacia. Ambas películas incluyen también recursos “teatrales” modernos: en “El Violinista” “rompiendo la ‘cuarta pared’ e involucrando al público”, y en “JC Superstar” con el armado de la escenografía y vestuario como parte integral de la película: un grupo de actores que se juntan a recrear la última semana en la vida de Jesús. En ese sentido, ambas películas se destacan por su autenticidad.

A lo largo de los años había tenido la oportunidad de escuchar repetidamente la música de “JC Superstar”, y también ver unas cuantas veces la película; incluso tuve el privilegio de introducir a mi hijo en la obra en una magnífica puesta en un teatro de la Gran Vía en Madrid; puesta que no tenía nada que envidiar a Broadway, Londres, o Hollywood… incluso en castizo español. Tal es la vigencia de la obra. Por el contrario, de “El Violinista” recordaba sólo algunas canciones en especial, y no me refiero ni a “Tradición” ni “Si yo fuera rico” (que supimos bailar hasta el cansancio en las fiestas de la época), sino a joyas como “Milagros, Milagros” o la conmovedora “Anatevka”. Cuando Film&Arts comenzó a reproducir la película tuve el privilegio de revivirla cuando yo mismo ya era mayor que Tevye el Lechero.

Si puedo afirmar que “JC Superstar” es una obra mayor dentro del género musical, debo admitir que a esta altura de mi vida “El Violinista” es la obra que me conmueve. Las razones son casi obvias, pero aun así merece decirse. El universalismo de “JC Superstar” es insoslayable; la idiosincrasia de “El Violinista” por su parte es muy divertida como tal pero sólo quienes pertenecemos a esa tradición podemos entender los guiños del Tevye interpretado por Topol, incluso cuando sus parlamentos son muy explicativos.

Cuentan que el actor argentino Raúl Rossi, aun cuando no era judío, consiguió un Tevye memorable; me consta que es el papel soñado para muchos actores por su histrionismo y despliegue. El buen criterio de Norman Jewison, tal como señala Miguel, fue elegir a Topol, cuyo “corazón y alma” eran los de la primera generación de descendientes de aquellos judíos rusos. En definitiva, así como sólo los creyentes en Jesús como mesías pueden sentir el sombrío y pesaroso final de “JC Superstar”, sólo los judíos podemos entender el éxodo que lentamente abandona Anatevka en pos de la incertidumbre.

Las dos películas terminan con finales “abiertos”, aunque históricamente sepamos, en los hechos, qué sucedió después. Las dos, por igual, tocan la fibra más profunda, íntima, y esencial de la historia que las ocupa. De los colores de la imagen y la fuerza de la música nos deslizamos, casi imperceptiblemente, hacia un final apagado, cacofónico, y sombrío. Porque cuando la esperanza se ve amenazada, y tal vez ahí radique el factor judío de Norman Jewison, hay poco que celebrar. Sea un violinista en el tejado o un hombre crucificado, el margen de esperanza es magro. Al mismo tiempo, producir semejante obras sobre estos asuntos no es un logro que pueda pasar desapercibido, ni mucho menos considerarse desesperanzado.

Menos aún cincuenta años más tarde. Apuesto que seguirán vigentes por muchas generaciones.