Comunidad

Cuando llegan Elul y Tishrei, el tiempo de revisión, arrepentimiento, y retorno, vale la pena pensar no tanto en el quehacer judío sino en el ser judío. Para muchos, ser judío supone actuar; aunque más no sea comer guefilte-fish o boios. Sin ser tan prosaicos, ser judío supone cumplir preceptos o seguir costumbres o ambos a la vez; cuántos de estos, con qué frecuencia, hasta qué extremo, y otras variables, nos encuadran como judíos.

Actuar de acuerdo a valores judíos parece ser otra consigna general; ser judío se expresa bajo la forma de cierto tipo de acción social; hacer mucho de “lo justo y lo bueno” (*): por ejemplo, justicia social o tzedaká,  derechos humanos o tikun olam, activismo sionista, y combate al antisemitismo. Como si el judaísmo se agotara en sus propios valores.

Para cada una de estas actividades judías existe una institución. Hoy nos conciernen las otras instituciones, las que contienen la vida judía de todos y cada uno de los judíos: las Comunidades.

Nacidas por origen, hoy trascienden su naturaleza histórica y su trasfondo cultural para convertirse en el medio por el cual un judío, simplemente, existe como tal. Las Comunidades acompañan el ciclo de vida judío de las personas, otorgan el marco social y religioso para su expresión y concreción en torno al calendario hebreo, y además cumplen, en diferente grado, con algunas de las funciones a las que hacíamos referencia al principio: justicia social, sionismo, esclarecimiento, relaciones públicas; porque todas ellas son inherentes a ser judío pero no nos definen como tal. Los no judíos abrazan causas similares y eso no los convierte en judíos.

La vida comunitaria está compuesta de historias mínimas, mayormente anónimas, reunidas en torno a una causa común: la vida judía. Una comunidad no es acerca de un aspecto de la vida judía, es la vida judía misma; desde la concepción del minián como requisito para ciertos niveles de trascendencia, pasando por el pacto en Sinaí, y hasta nuestro destino colectivo como nación moderna surgida de las cenizas de la Shoá, nada es tan inclusivo y tan esencial a nuestro ser judío como la vida comunitaria. En otras palabras: sin Comunidad(es) no hay justicia social, protección a la vejez, apoyo a Israel, esclarecimiento, ni lucha contra el flagelo del antisemitismo.

La Comunidad nos asegura que nuestro judaísmo sea parte integral de nuestra vida. Cualquiera sea nuestra forma de serlo, es una Comunidad la que nos contiene, nos nutre, y nos habilita a hacer lo que, como judíos, elijamos hacer: tzedaká, hasbará, tikun olam. Ninguno de estos valores es exclusivo del pueblo judío, aunque sean, para muchos, sus banderas dilectas y su forma de expresión; mucho menos pueden existir en un vacío. Sólo un sentido de lo colectivo da lugar al desarrollo de valores y compromiso. En términos judíos ancestrales, a ese sentido lo llamamos “comunidad”; lo que tenemos en común, lo que nos une.

El mes de Elul y el toque diario de Shofar, que desemboca en Rosh Hashaná y culmina en Iom Kipur, los diez días sublimes de Tishrei, son días de ser más que de hacer. Son días consagrados, como sea que uno quiera concebirlos, donde nos invade una cierta expectativa, contemplación, meditación, recogimiento, reparación, y renovación. El precepto de Rosh Hashaná es muy simple: escuchar; en Iom Kipur, ayunar y despojarnos del mundo material. Más que en ninguna otra festividad judía, se trata simplemente de sentir y saber lo que somos.

Sea en el rezo, sea en el Izkor, sea en el espacio del Debate, sea en el cierre de las puertas del cielo (**), es nuestro momento de epifanía judía anual. Parafraseándolo a Él, nunca como en esos momentos somos lo que somos. El marco para serlo es La Comunidad. Abusando de la frase de Hillel que me fascina, todo lo demás es comentario (***): está en nosotros qué hacemos con aquello que somos.

 

(*) Deut. 6:18

(**) Rezo de Neilá en Iom Kipur

(***)Talmud, Tratado Shabat, 31ª