Judaísmo y Revolución Cognitiva
El pueblo de Israel, y por consiguiente el Judaísmo, nacen en una etapa ya muy avanzada de lo que Yuval Noah Harari denominó la Revolución Agrícola. La historia, para ese entonces, ya registra imperios, sistemas de producción y recolección de impuestos, y sofisticados sistemas de culto politeístas. A merced de estos imperios, los “hebreos” y sus descendientes, los Hijos de Israel, y luego los judíos, van buscando su nicho en la Historia dentro de un marco agrícola pero elaborando su razón de ser sobre las premisas de la Revolución anterior: la Cognitiva. La capacidad de pensar en abstracto, que para Harari es EL diferencial de la especie, obligó a un puñado de individuos a encontrar una correspondencia razonable y racional entre el mundo ficticio de la palabra y el mundo real en el cual carecían de aquello que otros ostentaban en abundancia. Bajo la forma de un designio divino, una promesa transformada en pacto, y por medio de un proceso de liberación y civilización, Éxodo y Torá, se explica nuestra razón de ser y nuestro destino.
En los hechos, y en términos relativos de tiempo, de nuestros largos cuatro mil años de existencia sólo un milenio estuvimos asentados como nación durante el cual practicamos la agricultura, además de construir un culto divino basado en un centro espiritual, Jerusalém, y rituales sacrificiales que nos conectaban con la abstracción que traemos con nosotros desde el principio. El resto del tiempo hemos sido nómades celebrantes del tiempo cotidiano y aspirantes a un espacio prometido, constantes y devotos perseguidores de ideales y tiempos mesiánicos. En suma, y volviendo a valerme de los términos de Harari, somos los mejores exponentes de la Revolución Cognitiva, la que nos permite sobrevivir en base a una noción abstracta que nos une.
Cuando acaece la Revolución Científica a mitad del milenio pasado, cuando ciencia y tecnología comienzan a avanzar con velocidad aritmética al principio y geométrica más adelante, la agricultura da lugar a la industria, el feudalismo al capitalismo, y los imperios territoriales se transforman en gran medida en imperios culturales y comerciales. En realidad, como los judíos nunca terminamos de tener ni territorio ni tierras ni producción en el sentido estricto y sostenido de esos conceptos, una vez más supimos adaptarnos, como durante dos mil años, a estas nuevas circunstancias.
Es más: en ese contexto de descubrimientos y saltos gigantes de conocimiento y cambio de paradigmas muchos judíos en forma individual supieron encontrar su lugar y ser sumamente influyentes; aunque no lo hicieran desde una postura conscientemente judía. Al mismo tiempo, la Revolución Científica tendió a igualar a la Humanidad en torno a sus capacidades, y el fenómeno de la Emancipación abrió las compuertas de lo posible, lo impensado. El pensamiento abstracto que el Judaísmo había practicado tantos siglos era de pronto un medio de cambio. ¿Por qué habríamos los judíos y el Judaísmo de quedar excluidos del mismo?
Ya bien entrado el siglo XXI la Revolución Científica ha adquirido características inesperadas; no en vano, después de “Sapiens”, Harari ha sostenido su éxito editorial en libros como “Homo Deus” y “21 Preguntas para el Siglo 21”, que se mueven entre la especulación y su ideología personal. Aun desde este espíritu crítico, debo reconocer que Harari vuelve a poner el dedo en la llaga: así como supo explicar en forma si no estrictamente científica por cierto muy clara la razón del predominio del Sapiens por sobre el resto de las especies, ahora nos advierte de las consecuencias de este vértigo transformador que supone la tecnología exacerbada. La pandemia del Covid ha puesto de manifiesto la fragilidad de la especie pero al mismo tiempo su irrefrenable capacidad de generar nuevas realidades que no existen en el mundo real: salvo tocarnos (¿quién lo precisa en tiempos de contagio?), internet puede simular la ausencia de tiempo y distancia. Es un logro prodigioso.
En el umbral de un nuevo año hebreo, 5782, el segundo que viviremos en pandemia, la interrogante es simple, la respuesta seguramente sea compleja: ¿cómo será el Judaísmo del resto del siglo? Sin pensar en el extremo de qué judaísmo(s) existirá(n) en el año hebreo 6000 (sí, en 208 años… ¿qué son doscientos años para un pueblo que fue esclavo cuatrocientos y supo liberarse?), me basta con pensar en 5792, cuando mi primer nieto tenga diez años, o 5802, cuando cumpla veinte años y seguramente este abuelo ya no esté a su lado para contarle cómo era todo antes. Cuando yo era niño dedicábamos Iom Kipur, o buena parte del mismo, a recorrer sinagogas de Montevideo y encontrarnos con gente; de aquí en más, no sólo somos un puñado de sinagogas, también habremos acotado los tiempos del rezo o algunos habremos recurrido al streaming que nos trae la vivencia sinagogal al hogar. En palabras de Leo Trepp, ¿cuál será “la experiencia judía”? ¿Cuál es hoy esa experiencia?
La capacidad de abstracción de la que hicimos gala nos permitió sobrevivir en un mundo ajeno y generalmente hostil; pero puertas adentro mantuvimos los rituales, al punto que a veces llegaron a vaciarse de contenido. Hoy podría estar sucediendo lo opuesto: nos sabemos judíos pero corremos el riesgo de no agruparnos más, de despojarnos de rituales porque si bien podemos aprender su origen no podemos encontrarles sentido. Judaísmo como consumo no es judaísmo; y judaísmo como estilo de vida es mucho más que preceptos cumplidos en forma mecánica, atávica, y hasta supersticiosa. Más que nunca debemos recurrir al lenguaje que nos permitió crear esa abstracción llamada Judaísmo; sea bajo forma de plegarias, de conversación judía, o de rituales que expresan el discurso en hechos.
Es bien conocido que Yuval Noah Harari, judío laico y no creyente si los hay, dedica una parte de su año a la meditación y el silencio bajo el paraguas de algunas tradiciones milenarias orientales. También es sabido que algo similar practicaba Leonard Cohen z’l, judío comprometido y universal si los hay. Que ellos busquen fuera es una opción personal. Tengo para mí que el mandato original donde comienza toda la historia, “Lej-lejá”, tiene mucho más de viaje interior que de viaje iniciático. El derrotero de nuestros patriarcas, su fragilidad y sus soledades, sus encuentros con ángeles, y su constante búsqueda de pasturas y verdades nos definen. Como Harari y Cohen, dos buenos chicos judíos, cada tanto debemos detenernos, pensarnos, y reconocernos como lo que somos: buenos chicos judíos tratando de mirar siempre un poco por encima de la realidad que nos envuelve y nos lleva consigo. De otra manera, no se explica que no nos haya tragado la tierra como a Koraj. Será tal vez porque hemos podido sostener una mirada menos omnipotente del entorno, una noción de mandato y pacto que nuestro patriarca instaló en nosotros para siempre.