El Consuelo de la idea del «Jurban»

Leon Wiener Dow, The Times of Israel, 18 de julio de 2021

Había un refrán que decía que los judíos aman a Israel pero odian a los israelíes. Otro bromeaba diciendo que los israelíes aman la aliá[1] pero odian a los olim[2]. El sionismo y el Estado de Israel han presionado mucho en este sentido, obligándonos a identificar cuándo nuestro compromiso es meramente con una idea, y cuándo nuestro compromiso es pleno y genuino, con la realidad de ese idealllevada a la práctica.

Tisha b’Av, ese día que conmemora, entre otros desastres, la destrucción del Primer y Segundo Templo y los subsiguientes exilios, destila toda la complejidad de este concepto, con toda su asperidad y sus entretejidos. Por un lado, ya no somos víctimas de los designios de un gobierno no judío en la Tierra de Israel, sino que tenemos plena autonomía política. Por el otro, ¿qué debemos hacer con una tradición milenaria de duelo por nuestros sufrimientos: la destrucción de nuestro centro de culto, la pérdida de vidas, tierras y autonomía nacional, y el ritual estilizado que nos permite acceder a estos silos de dolor redentor? ¿Cómo es que pretendemos sostener estas verdades incompatibles? ¿Debemos sentarnos en el suelo con nuestras ropas rasgadas y leer el Libro de Lamentaciones, como si fuéramos dolientes impotentes? ¿O debemos comer y beber como si esas lágrimas ya no ardieran, como si esta realidad no redimida llamada Israel ya es un sueño cumplido?

Me pregunto qué hacer todos los años, a menudo meditando sobre las palabras de mi rabino y maestro, David Hartman z”l, quien escribió sobre el regreso a su congregación en Montreal justo después de la Guerra de los Seis Días, a tiempo para Tisha b’Av. La disparidad entre una congregación oscura y afligida que leía las Lamentaciones, y lo que ocurría en las alegres calles de Jerusalén, lo sacaba de quicio. “Justo antes de que comenzara el servicio, anuncié a los ‘dolientes por Jerusalén’: Los judíos en Jerusalén están ahora jubilosos”. Los judíos se habían apegado al duelo, razonaba Hartman, con padres que continuaban orando por la recuperación de un hijo incluso después de que recuperara la salud.

La mayoría de los años me reúno con la comunidad igualitaria de la que soy parte y leemos las Lamentaciones en el Paseo de Haas, con vista sobre la Ciudad Vieja. Es hermoso y sombrío a la vez: las melodías familiares y las palabras de las Lamentaciones, la mirada hacia las murallas de la Ciudad Vieja, decenas de comunidades del sur de Jerusalén reunidas en sus lugares en el Paseo, los transeúntes árabes, incluidos los ocasionales que perturban intencionalmente nuestra tranquilidad. Todo está ahí, pasado y presente, ideal y palpable.

Si Tishá b’Av es el día que destila por completo todas estas complejidades, el lugar que lo hace es el Kotel, el Muro Occidental. Es un lugar físico que apunta y sostiene tanto más, incluyendo el rechazo mismo de la importancia de la santidad en el lugar. Este año, mi comunidad se enteró de un intento delaorganización derechista (política y religiosa) Ateret Kohanim de apoderarse del área del Muro Occidental llamada “Ezrat Yisrael”, esa pequeña área escondida y alejada de la plaza principal que se destinó al culto igualitario. Decidimos leer las Lamentaciones allí. Sabía que si iba, experimentaría al jurban no como un evento histórico, ni como una idea, ni siquiera como un resultado potencial. Lo experimentaría como una realidad palpable, aquí y ahora.

Y así sucedió, como la visión de Isaías sobre la que leímos más temprano, en Shabat. El pueblo de Israel participó en un acto supremo de autodestrucción. Cientos de fervientes miembros de Ateret Kohaniminundaron el área, levantando barreras de separación literales y metafóricas (mehitzot[3]), cantando tan fuerte que no podíamos escucharnos a nosotros mismos. Coloqué mi cuerpo directamente frente a la mehitzá que estaban tratando de desplegar en medio de la reunión igualitaria. Hubo un constante y crispado forcejeo, tambaleándose precariamente en el borde de unos empujones y una violencia casi, pero no del todo, completos. Sus rabinos, habiendo reunido la leña y arrojado el fósforo encendido, se mostraban sumamente benévolos al intervenir en estos puntos de fricción, esos que ellos mismos habían inducido, con una sonrisa fingida y serena, una inocencia engañosa, apaciguando a sus jóvenes incitados y preguntándome: “¿Cuál es el problema? Ustedes recen allí, nosotros rezaremos aquí”.

No tenían sentido de la ironía. Eso, más que su pura maldad o su fervor religioso, revela la profundidad de nuestra enfermedad. Porque si tuvieran un sentido de la ironía, habrían comprendido lo absurdo de lo que estaba sucediendo: en Tishá b’Av estaban creando una situación en la que los judíos se gritaban entre sí, al borde de la violencia física. Y aquí estamos: el Pueblo de Israel real, de carne y hueso, que ocupa el espacio, frotándonos unos contra otros, peleando por el espacio físico al pie de un montón de rocas enormes que es lo que queda del Templo destruido. Y, para agregar ironía a la ironía, los guardianes de la paz, los fornidos guardias de seguridad enviados para calmar los estallidos entre los grupos, eran casi todos árabes. Nuestra fe en nosotros mismos está tan destrozada que hemos traído la impotencia diaspórica sobre nosotros mismos: aquí ellos, aquí nosotros; luchando por una posición mientras susurramos al oído del guardia de seguridad no judío, abogando por nuestra posición, intentado ganarnos su favor.

La única cosa más palpable que la fisicalidad de sus cuerpos y voces era la sensación de absoluta confianza en su metafísica: gritaban, con los ojos cerrados, agitando los brazos, pidiendo redención, bastante seguros de cómo entender – y suplicarle – a su (y mi) Dios.

Mi sentido de lo que son el ideal y la aspiración espirituales, completos con sus matices y sus ambivalencias, no puede rivalizar con el de ellos. Todo lo que pude hacer fue gritar en respuesta, con toda la fuerza física que pude reunir, empleando un sarcasmo destinado a perforar la armadura de su insincera santurronería religiosa: “¿Es eso lo más fuerte que puedes gritar? Dios no puede oírte”. O susurrar al oído de los más ruidosos entre ellos: “Concéntrate en esas palabras. No permites que yo te distraiga. Más alto, más fuerte”. Sabiendo que la ironía de estar tratando de distraerlos de su oración como retribución por su intento de distraerme de la mía, se les escapaba por completo.

Hay una cantidad limitada de espacio en este mundo y en este pequeño territorio. Los cuerpos, cuando intentan ocupar ese espacio, a menudo chocan entre sí. Las ideas, por el contrario, pueden ser expansivas e inclusivas, contenedoras y translúcidas. Hay personas y situaciones en las que, afectados por la presencia corporal de otros, tenemos que apostar a nuestros compromisos más profundos con nuestra fisicalidad. Nada me causa menos alegría que esos momentos. Durante estas últimas horas, mientras reflexiono sobre este Tishá b’Av en el que el sabor en mi boca es de las cenizas amargas de un hurban palpable, anhelo la idea del hurban, más expansiva, menos amenazadora.

sobre el autor: Leon Wiener Dow es el creador y presentador de Pod Drash y el líder del beit midrash en Kolot. Su libro “The Going: A Meditation on Jewish Law” ganó el Premio Nacional del Libro Judío 2018 en el área de Vida y Práctica Judía Contemporánea. Vive en Jerusalén con su esposa y sus cinco hijos.

     1. N. del T.: Inmigración.

     2. N. del T.: Inmigrantes.

     3. del T.: Hurbán significa literalmente “destrucción”, y así se le llama a la destrucción del primer y del segundo          Templo de Jerusalén.

     4. N. de. T.: Mehitzot, plural de mehitzá: una barrera para separar hombres y mujeres durante el rezo en las                comunidades judías más tradicionalistas u ortodoxas.

Traducción: Daniel Rosenthal